Sergio Sarita Valdez
Haber elegido el campo de la salud como oficio principal es algo de lo que jamás hemos sentido arrepentimiento, pesar ni vergüenza.
No fueron pocas las voces agoreras que, a modo de coro, nos martillaban: “Aún estás a tiempo de cambiar de rumbo; podrías ser un prestigioso abogado o, quizás mejor, un acaudalado arquitecto”. Sin embargo, algo más poderoso —en este caso particular, la voz materna— nos reiteraba que cuidar de los enfermos y evitar la muerte prematura eran tareas nobles y dignas. Socorrer a quienes están angustiados por una situación de vida o muerte es un acto de heroicidad fraternal.
Han transcurrido más de medio siglo desde que pusimos mente y corazón en aquel juramento hipocrático. Hipócrates, médico de la Grecia Antigua, nos legó un código de conducta claro ante situaciones graves: “Jamás daré a nadie un medicamento mortal, por mucho que lo soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo… Todo lo que vea y oiga en el ejercicio de mi profesión, y todo lo que supiere acerca de la vida de alguien, si es cosa que no debe ser divulgada, lo callaré y lo guardaré con secreto inviolable… Si cumplo este juramento íntegramente, que me sea concedido gozar de una vida feliz y cosechar los frutos de mi arte, siendo honrado por todos los hombres y por la más remota posteridad. Pero si lo transgredo y perjuro, que me alcance lo contrario”.
Ayer atendíamos al enfermo que llegaba grave a la sala de emergencias sin importar su etnia, sexo, edad, procedencia, nivel social o nacionalidad. Hoy, primero se pregunta si el afectado tiene seguro de salud. Luego se clasifica la urgencia del caso, se espera la aprobación de la aseguradora y, solo entonces, se procede a interrogar, examinar, realizar estudios y formular el tratamiento. Es común que el paciente sea llevado al centro más cercano con capacidad para brindar primeros auxilios. Si requiere traslado inmediato, su condición debe estabilizarse mientras se gestiona una cama en un segundo nivel. De no conseguirse, se sigue indagando, quizás mientras su estado empeora. No hay datos fehacientes que revelen cuántas víctimas mortales ha cobrado la burocracia sanitaria, inoportuna e insuficiente para garantizar la vida en situaciones críticas.
De facultativos guardianes de la salud, nos convertimos en proveedores de servicios, y a los enfermos los transformaron en clientes. Ahora se negocian “paquetes de salud”: empresas venden seguros familiares o individuales cuya cobertura depende del poder adquisitivo.
De la noche a la mañana, cambiaron las reglas del juego, dejando en desventaja a los más necesitados. Vivimos bajo una ley selvática: “Sálvese quien pueda”. Aquello que soñamos y por lo que juramos se ha vuelto ceniza. Sin embargo, más temprano que tarde, nos elevaremos como el ave fénix para salir del pantano, purificados y redimidos, con mayor capacidad para servir en un nuevo orden humanizado, donde haya más y mejor vida para todos —sin excepciones—.