Sergio Sarita Valdez
La primera mitad del siglo XV marcó un hito en la historia mundial tras la invención de la imprenta en el año 1440. Johannes Gutenberg, el alemán que la creó, posibilitó la difusión global de obras literarias y el enriquecimiento del patrimonio cultural universal.
Medio milenio después se produjo otro acontecimiento trascendental: la creación y popularización de Internet.
Esta plataforma se transformó en un fenómeno pandémico, revolucionando la manera de transmitir letras, voces e imágenes de forma simultánea. Los usuarios se convirtieron en emisores y receptores, otorgando a la humanidad una capacidad comunicacional extraordinaria.
Sin embargo, como toda tecnología, la red carece de un código moral intrínseco, por lo que los límites entre lo bueno y lo malo son definidos tanto por sus propietarios como por sus usuarios.
Al arribar al siglo XXI, si consideramos que una generación equivale a 25 años, podemos afirmar que los avances tecnológicos se suceden a velocidades vertiginosas. Nacemos, crecemos y envejecemos, casi de forma metafórica, sin disponer del tiempo suficiente para asimilar el meteórico desarrollo de la comunicación.
La mente del Homo sapiens no ha contado con el espacio necesario para ajustar el pensamiento al ritmo acelerado de la información. Recibimos tantos datos que apenas comenzamos a digerir un contenido cuando una nueva ola de datos reemplaza a la anterior.
Se hace casi imposible interpretar y asimilar la inmensa avalancha de mega data. Con la corteza prefrontal saturada por mensajes provenientes de la zona emocional, el razonamiento lógico, que por vía de consecuencias la mayoría de las veces actuamos movidos en el pensamiento se ve comprometido y, con frecuencia, actuamos impulsivamente basándonos en primeras impresiones. Esto es lo que algunos expertos en comportamiento definen como los “mandatos del cerebro reptiliano” : enfrentar, huir, o rendirse.
Lo expuesto acarrea un grave peligro. Al visualizar un relato en vídeo tendemos a aceptarlo como verdadero, dejándonos impresionar y dominar por el impacto de su contenido.
Conozco a un colega, con quien he compartido amistad durante varias décadas, que al recibir un mensaje impactante lo comparte de inmediato; minutos después, envía una rectificación: “¡Falsa noticia!”. Imaginemos el efecto dominó si cientos o incluso miles de usuarios replicarán esa información errónea.
Los daños colaterales podrían ser severos. De hecho, personas inescrupulosas utilizan este formato para difundir mentiras disfrazadas de verdades, que muchos incautos aceptan sin cuestionar. Peor aún, hay quienes toman decisiones basadas en datos falsos, ocasionando consecuencias premeditadas de gran alcance.
En el ámbito social y político, la intoxicación informativa mancha la honra de individuos, empresas y gobiernos. Tarde llega la ambulancia con el auxilio de las excusas para aplicarlas a los cadáveres de los calumniados. Hace más de medio siglo el profesor Juan Bosch sentenció: “Primero te matan moralmente para que luego un cualquiera te elimine físicamente”.
Queda entonces la pregunta: ¿Cuándo encontraremos el antídoto contra la infoxicación de la modernidad?