Dr. Víctor Garrido Peralta

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Si el turismo dominicano fuera un cuerpo humano, Bávaro–Punta Cana sería su corazón: bombea más del 60 % de las divisas turísticas y sostiene buena parte del crecimiento económico nacional.
Pero ese corazón late con agua salobre y drenajes rotos.
Hemos levantado un emporio de lujo sobre cimientos de arena, y esos cimientos —el agua, el saneamiento y la salud pública— se están desmoronando en silencio.

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La ilusión de la abundancia

Durante tres décadas, Bávaro–Verón–Punta Cana ha sido el motor del turismo nacional.
Las cifras son elocuentes: más de 8 millones de visitantes anuales, ingresos que superan los US$10,000 millones y más de 350,000 empleos directos e indirectos.
Sin embargo, la inversión pública estructural no acompaña ese éxito.

El Estado recauda impuestos, tasas aeroportuarias y contribuciones fiscales millonarias, pero destina menos del 1 % del presupuesto nacional a infraestructuras básicas en la zona.
Es como un árbol que da frutos de oro mientras el jardinero cobra la cosecha, pero se niega a regarlo.

El agua que huele a azufre

En pleno siglo XXI, el principal polo turístico del Caribe no cuenta con un acueducto regional ni con plantas de tratamiento públicas funcionales.
El 90 % del suministro proviene de pozos tubulares privados, muchos perforados en áreas costeras donde el agua dulce se mezcla con la intrusión salina del mar.

Los estudios del INAPA y la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra confirman concentraciones elevadas de cloruros y sulfatos en Verón y Cabeza de Toro.
El resultado: agua salobre, con olor a ácido sulfhídrico, el mismo gas que libera el sargazo al descomponerse.

No se trata de una incomodidad estética: es un riesgo sanitario real.
Esa agua, usada sin sistemas de filtrado, se asocia a un incremento de afecciones gastrointestinales, dermatitis, alergias y enfermedades parasitarias.
Un destino que se vende como paraíso no puede depender de agua que enferma a quienes lo sostienen.

María, empleada de limpieza en un resort de lujo, se ducha cada mañana con agua que le irrita la piel.
Sus hijos sufren gastroenteritis recurrentes.
Pero cuando llega al trabajo, sirve agua cristalina importada a turistas que pagan US$500 por noche.
Ese es el contrasentido de Bávaro: abundancia para quien visita, escasez para quien sostiene.

La peligrosa autogestión

Ante la ausencia del Estado, la población improvisa soluciones.
Familias y negocios agregan cloro industrial, tabletas de cal o productos sin control técnico a sus cisternas y tinacos, creando un cóctel químico sin supervisión sanitaria.

El Ministerio de Salud Pública carece de personal suficiente para inspeccionar la calidad del agua doméstica o los sistemas de tratamiento de hoteles medianos.
En términos simples: nadie sabe con certeza qué bebemos ni qué se vierte al subsuelo.

Y esto no es menor.
Para una economía que depende de su imagen de calidad y seguridad, la negligencia sanitaria es un lujo que no podemos permitirnos.

El costo invisible de la improvisación

La falta de infraestructura pública no solo enferma a la población: encarece la operación turística.
Los hoteles gastan entre US$2 y US$5 millones anuales en plantas de tratamiento privadas, desalinizadoras y sistemas de filtrado.
Ese costo se traslada al precio final, restando competitividad internacional al destino.

Mientras tanto, países como Costa Rica y Panamá, con infraestructura estatal robusta, atraen turismo premium con costos operativos 30 % menores.
La ausencia del Estado no es solo un problema social: es una desventaja económica estructural.

Cuando llueve, el paraíso se ahoga

La otra cara del colapso hídrico es el drenaje pluvial inexistente.
Cada aguacero convierte las avenidas de Verón, Friusa y Macao en ríos temporales.
Sin sistemas de canalización ni infraestructura de absorción, las aguas arrastran desechos, contaminan los pozos y degradan el pavimento que los municipios reparan una y otra vez sin planificación técnica.

Mientras tanto, el sector privado construye sus propias redes internas y plantas de tratamiento, creando un mosaico de soluciones desiguales y costosas.
El Estado, que debería coordinar una respuesta integral, actúa como espectador de un caos que él mismo permitió.

Un desequilibrio fiscal que erosiona el futuro

En treinta años, el turismo ha generado al Estado más de US$40,000 millones en divisas directas (Banco Central, 2024).
Según la DIGEPRES y el Ministerio de Economía, la inversión pública en infraestructura hídrica en Bávaro no supera los US$800 millones, menos del 2 % de lo generado.

La paradoja es obscena y moralmente insostenible: el país con la economía más dinámica del Caribe no garantiza agua potable ni saneamiento a la comunidad que lo alimenta.
El crecimiento turístico sin infraestructura pública es como construir un hotel de cinco estrellas sobre una cisterna contaminada.

¿Por qué otros países sí pueden?

La crisis hídrica de Bávaro no es inevitable: es el resultado de decisiones políticas.
Costa Rica destina 1.7 % del PIB a saneamiento y acueductos turísticos;
Uruguay, 1.6 %;
Panamá, 1.4 %.
República Dominicana: apenas 0.8 %.

La diferencia no es solo contable: ellos invierten para sostener su reputación internacional, nosotros la hipotecamos con cada gota contaminada que sale de un grifo en Verón.

Lo que urge: una transfusión de infraestructura

El Este no necesita promesas: necesita agua limpia y planificación estatal.

1. Acueducto regional inmediato
Red pública moderna que elimine la dependencia de pozos salinos.
Costo estimado: US$350–450 millones.
Financiamiento mixto público–privado con supervisión del BID y el Banco Mundial.
Plazo: 24–36 meses.

2. Plantas de tratamiento centralizadas
Integrar sistemas existentes y elevar estándares de vertido.
Inversión: US$120–180 millones.
Normas: ISO 14001, estándares EPA.

3. Drenaje pluvial sostenible
Sistemas de captación, canalización y filtrado.
Prioridad: Verón, Friusa, Macao.
Costo: US$80–100 millones.

4. Control sanitario y educación ciudadana
Unidad permanente de inspección del agua y campañas de manejo seguro de químicos en cisternas y piscinas.

5. Transparencia presupuestaria
Publicar trimestralmente la ejecución de obras hídricas en portales públicos de acceso ciudadano.

El riesgo que nadie calcula

En la era de TripAdvisor, TikTok e Instagram, un brote de gastroenteritis o un video viral de agua salobre puede destruir en días lo que tardamos décadas en construir.
Cancún perdió US$2,300 millones en turismo tras la crisis del sargazo mal manejada (2018–2019).
Bávaro–Punta Cana no está inmune.

La reputación turística es un activo frágil: se construye lentamente y se destruye en un viral.
La pregunta no es si podemos permitirnos invertir en agua limpia.
La pregunta es: ¿podemos permitirnos no hacerlo?

Diagnóstico final

El turismo dominicano no colapsará por falta de visitantes, sino por falta de agua limpia y voluntad política.
Treinta años de bonanza turística nos dieron la oportunidad de construir infraestructura de primer mundo.
En lugar de eso, construimos resorts de lujo sobre pozos contaminados.

Un país que vive del turismo no puede tratar la infraestructura sanitaria como un apéndice opcional.
Bávaro y Punta Cana han sostenido la economía nacional durante tres décadas.
Ha llegado el momento de que el Estado devuelva, con inversión real y responsabilidad política, lo que ha recibido en impuestos y prestigio.

Porque si no garantizamos agua potable hoy, mañana el paraíso no solo olerá a azufre: estará vacío.