Dr. Víctor Guillermo Garrido P.
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Imagine usted una familia que, para impresionar al vecindario, compra un vehículo de lujo y organiza fiestas costosas cada semana, mientras el techo de su casa tiene goteras, las paredes se agrietan y la educación de los hijos se paga a crédito.
El dinero, en lugar de invertirse en reparar la casa o asegurar el futuro, se consume en lujos efímeros. Esa imagen no es exagerada: es la metáfora precisa de la política fiscal que la República Dominicana ha practicado en los últimos años. Se nos presenta una apariencia de prosperidad, pero por debajo, los cimientos de nuestra economía se están desgastando bajo el peso de un gasto corriente excesivo —sueldos inflados, subsidios mal focalizados y una burocracia que crece como maleza—. Esta es la hipoteca silenciosa que compromete el mañana de toda la nación.
Las cifras oficiales del Ministerio de Hacienda son contundentes: el presupuesto de la nación no es un motor de progreso, sino un pozo sin fondo. Entre 2020 y 2025, el Gobierno Central ha ejecutado más de RD$5 billones, destinando un abrumador 87.6% al gasto corriente. En términos sencillos, de cada dólar gastado, menos de 13 centavos se invierten en infraestructura, educación o salud; en otras palabras, en las carreteras que necesitamos, las escuelas que urge construir, los hospitales que podrían salvar vidas o en los proyectos productivos que generan empleos a largo plazo, se invierte una pírrica cantidad de recursos. El resto se diluye en salarios, alquileres, subsidios y operaciones administrativas que, en su mayoría, no generan desarrollo sostenible.
Mientras tanto, la deuda pública crece como una bola de nieve cuesta abajo, alimentándose de este derroche. Hoy, el sector público no financiero carga con más de US$60,954 millones en compromisos. El presupuesto de 2025 asigna una porción alarmante, casi el 29% de los ingresos tributarios, únicamente al pago de intereses de esa deuda. Es como si un hogar entregara un tercio de sus entradas al banco cada mes, solo para cubrir intereses de una deuda que no lo ha beneficiado, sin reducir el capital. Esto no es desarrollo, es una espiral que aprieta y asfixia.
El marco normativo dominicano no es ingenuo; concebido para proteger la sana administración del Estado, está siendo ignorado. La Ley Orgánica de Presupuesto y la Estrategia Nacional de Desarrollo 2030 (END) priorizan, al menos en teoría, la inversión productiva sobre el gasto corriente; se han convertido en meras piezas de retórica. En su Título III, la END señala como meta una gestión “eficiente, transparente y orientada a resultados” y un “crecimiento macroeconómico estable”. Sin embargo, la realidad contradice el papel: las partidas siguen infladas hacia un gasto que favorece clientelismos y beneficios inmediatos, sacrificando el bienestar a largo plazo.
Este patrón es inverso al de naciones que han superado barreras de subdesarrollo logrando un desarrollo sostenido; es un claro indicativo de una gestión que prefiere la popularidad a corto plazo —aumentos salariales en sectores clientelistas y subvenciones insostenibles— antes que la verdadera prosperidad a largo plazo. Corea del Sur y Singapur, con condiciones iniciales similares a las nuestras hace 50 años, lograron su despegue con una disciplina fiscal férrea, priorizando la inversión en infraestructura, educación y tecnología. Cada dólar invertido generaba valor futuro; cada proyecto estaba diseñado para aumentar la productividad. Hoy, sus indicadores sociales y económicos son prueba viviente de que la disciplina fiscal es el único camino sólido hacia la prosperidad.
El exceso de gasto corriente no es solo un problema local; es una advertencia universal. En América Latina, países que han descuidado la inversión productiva en favor del gasto administrativo —como Argentina en periodos de alto déficit— han terminado atrapados en ciclos de inflación, pérdida de competitividad y endeudamiento perpetuo.
En nuestro caso, el costo no es abstracto: se traduce en escuelas que no se construyen, hospitales sin equipamiento, carreteras que no se reparan y oportunidades que no llegan. Cada año que se posterga la corrección del rumbo fiscal, el país pierde potencial de crecimiento, y los ciudadanos pagan la factura en forma de impuestos más altos, inflación y servicios públicos deficientes.
Nuestra propuesta para la nueva república fiscal que aspiramos tener es: revertir esta desastrosa tendencia, lo cual exige determinación política y reformas estructurales drásticas y valientes. Es un modelo que convierte cada peso de nuestros impuestos en un ladrillo para construir el país próspero que merecemos. Es urgente que el próximo gobierno apruebe una Ley de Responsabilidad Fiscal que imponga límites claros y constitucionalmente protegidos al gasto corriente con un porcentaje fijo del PIB y del total presupuestado.
A su vez, se deben implementar auditorías anuales vinculantes, con sanciones civiles y penales para los funcionarios que incumplan. Racionalizar la administración pública, eliminando duplicidades institucionales y reduciendo nóminas superfluas. Destinar el excedente liberado a infraestructura, innovación, educación y salud, áreas que multiplican el retorno económico y social.
La diferencia entre malgastar y gastar es la diferencia entre hipotecar el futuro o construirlo. El modelo que proponemos es austero, transparente y orientado al desarrollo. No se trata de gastar menos por gastar menos, sino de gastar mejor, invirtiendo en lo que genera bienestar real y duradero.
Cada dominicano debe entender que el gasto corriente excesivo es un enemigo silencioso. No se ve en un solo titular, pero erosiona lentamente nuestras posibilidades. Si no corregimos el rumbo ahora, la deuda nos convertirá en prisioneros de nuestros propios errores.
La elección está sobre la mesa. O seguimos hipotecando el futuro de nuestros hijos con un gasto superficial o construimos un país sólido y próspero con una inversión inteligente y disciplinada. No debemos seguir embelleciendo la fachada mientras la casa se derrumba.
Tenemos que comenzar, desde hoy, a reforzar los cimientos con inversión inteligente, antes de que el peso de la deuda nos termine de sepultar. La historia premiará o condenará nuestras decisiones. El momento de actuar es ahora.