Margarita Cedeño
Hace más de una década, la sociedad dominicana se levantó al unísono para reclamar una mayor inversión en el sistema educativo, convencidos de que solo la educación salva los pueblos y que a través de ella, se forman ciudadanos capaces de participar activamente en la vida económica, política y social del país. Sin embargo, como sociedad, no hemos mantenido el mismo reclamo al constatar que la inversión en este sector no ha tenido los resultados esperados, porque ha sido deficiente, inadecuada y mal gestionada, desencadenando una serie de riesgos graves que tienen efectos devastadores a mediano y largo plazo y que genera desigualdad educativa.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) ha enfatizado en varias ocasiones la importancia de una inversión adecuada en educación pública para promover la equidad y el desarrollo sostenible, destacando que mejorar la eficiencia en la inversión educativa es crucial para impulsar el crecimiento económico y la productividad a largo plazo en la región.
Sin embargo, lo que hemos atestiguado recientemente es que, a pesar de la gran inversión pública en educación, se ha perpetuado en la República Dominicana un sistema de dos velocidades, donde aquellos con mayores recursos pueden acceder a educación de calidad, mientras que los más desfavorecidos quedan atrapados en escuelas deterioradas o inconclusas que requieren inversión oportuna y eficaz y maestros mejor formados y actualizados, y donde hay todavía niños y niñas que no obtienen el cupo oportunamente o se ven precisados a perder el año escolar. Esta desigualdad educativa se traduce en desigualdad económica y social, a pesar de contar con un 4% del PIB para la educación, perpetuando así un ciclo de pobreza y exclusión que condena al subdesarrollo.
Este nivel de educación deficiente tendrá graves consecuencias en la economía del país y en el tejido social. Hay evidencia concreta de que los estudiantes que no reciben una formación adecuada tienden a tener menores ingresos a lo largo de su vida, lo que se traduce en una menor capacidad de consumo y ahorro. Además, un nivel educativo bajo limita la capacidad de innovación y desarrollo tecnológico, lo que a su vez reduce la competitividad en el mercado global. En consecuencia, la falta de una inversión adecuada en educación pública puede ser la condena a un futuro con un crecimiento económico estancado o incluso en retroceso.
Pero además, un sistema educativo inadecuado genera frustración y resentimiento en la población, especialmente entre los jóvenes que se sienten marginados y sin oportunidades. Esta insatisfacción puede manifestarse en forma de protestas, disturbios y una mayor inclinación hacia el extremismo y la violencia, poniendo en riesgo el desarrollo económico, y también la paz y la cohesión social.
No podemos seguir alimentando un sistema en el cual los estudiantes no reciben la educación que necesitan para desarrollar su pleno potencial. Desperdiciar recursos humanos que podrían haber contribuido significativamente al progreso del país genera daños en términos individuales, a la vez que impide el desarrollo de líderes, innovadores y profesionales que son esenciales para enfrentar los desafíos del futuro.
La desigualdad educativa generada por la mala inversión en educación pública es una amenaza grave y persistente para el futuro del país. Es fundamental que la educación pública reciba la inversión que necesita, en la forma que la necesita, para cumplir su papel vital en la promoción del desarrollo sostenible y la justicia social. Si seguimos así, la revolución amarilla del 4% se convertirá en una revolución roja de más retroceso, mayor inseguridad y subdesarrollo donde todos nos veremos afectados.