José Manuel Jerez
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El fenómeno de los apagones en la República Dominicana constituye, quizás, uno de los problemas estructurales más persistentes de la vida nacional. Desde mediados del siglo XX, cuando comenzó la expansión eléctrica bajo un modelo estatal centralizado, hasta el presente sistema mixto, el país ha transitado por múltiples reformas y promesas incumplidas, pero el resultado sigue siendo el mismo: un servicio eléctrico ineficiente, costoso e inestable.
Lo ocurrido antes de ayer martes —un apagón o blackout nacional que dejó sin energía todo el territorio nacional durante horas— es solo el más reciente síntoma de una enfermedad crónica que el Estado dominicano no ha sabido curar.
Históricamente, el sistema eléctrico dominicano se ha caracterizado por una débil capacidad de generación y una red de transmisión obsoleta. En los años 70 y 80, cuando la demanda comenzó a superar la oferta, las plantas estatales —entonces administradas por la CDE— operaban con deficiencias técnicas, generando pérdidas millonarias. Con la capitalización de la década de 1990, se introdujo la idea de la eficiencia privada, pero sin un marco regulador fuerte ni una autoridad supervisora independiente, la privatización parcial solo trasladó el problema: de la ineficiencia estatal a la especulación y el rentismo privado.
El resultado fue la creación de un triángulo imperfecto: generadoras, distribuidoras y consumidores atrapados en una relación desigual. Las generadoras reclamaban pagos, las distribuidoras acumulaban deudas y el Estado, a través de subsidios, sostenía artificialmente un sistema financieramente inviable. A ello se sumaba el robo de energía, una cultura de impunidad eléctrica que se consolidó en barrios y comunidades donde el apagón se convirtió en parte del paisaje cotidiano.
La llamada “reforma eléctrica” de inicios del siglo XXI no logró resolver el problema. La Ley General de Electricidad 125-01, que prometía un régimen tarifario justo y sostenible, terminó convertida en letra muerta frente a la realidad de pérdidas técnicas y financieras que superan el 30%. Los planes de diversificación energética —con el gas natural, la energía eólica y solar— avanzaron, pero sin la planificación integral necesaria para sustituir el modelo fósil de generación.
En la última década, con la entrada en operación de Punta Catalina, se generó una esperanza. Sin embargo, esa central termoeléctrica de carbón —cuestionada por su sobrecosto y falta de transparencia— nunca logró estabilizar plenamente el sistema. Hoy, ante el incremento de la demanda y la fragilidad de la red de transmisión, cualquier falla en una planta principal desencadena apagones masivos. El ocurrido antes de ayer martes puso en evidencia esa vulnerabilidad estructural: una simple sobrecarga en el sistema nacional interconectado produjo el colapso general, afectando hospitales, aeropuertos, estaciones de bombeo de agua y redes de comunicación.
Más allá de la falla técnica, el apagón nacional refleja una falla de gobernanza. No existe una autoridad reguladora con independencia técnica y política suficiente para fiscalizar a las empresas generadoras ni para imponer políticas de sostenibilidad energética a largo plazo. Cada gobierno anuncia un “plan integral” que se diluye en el cortoplacismo político y en la tentación de convertir la electricidad en instrumento electoral.
El costo económico y social de los apagones es incalculable. Miles de pequeñas empresas pierden producción, los hogares ven dañados sus equipos eléctricos y la ciudadanía experimenta una frustración colectiva que se traduce en pérdida de confianza institucional. La energía, en un país en desarrollo, no es solo un servicio: es la columna vertebral del progreso. Sin energía estable, no hay desarrollo, ni competitividad, ni bienestar posible.
En este contexto, el apagón de antes de ayer no debe verse como un accidente técnico inevitable, sino como la consecuencia directa de un Gobierno que ha contado con los recursos, el tiempo y las condiciones políticas para transformar de manera estructural el sistema eléctrico, pero que ha optado por la improvisación, la falta de planificación y la ausencia de una política pública seria. El PRM recibió un país con una generación robusta, con capacidad instalada suficiente y con bases claras para avanzar en la modernización del sector. Sin embargo, lejos de fortalecer la gobernanza eléctrica, ha permitido el deterioro de las empresas distribuidoras, ha descuidado el mantenimiento preventivo y ha tolerado prácticas gerenciales que evidencian un preocupante nivel de descoordinación institucional.
La historia reciente demuestra que el PRM pudo haber solucionado el problema, pero no lo hizo. Contó con mayorías congresuales, con estabilidad macroeconómica, con financiamiento internacional y con margen político suficiente para ejecutar reformas profundas. Aun así, el Gobierno del cambio, prefirió administrar el sistema con la misma lógica de parches que tantos años ha condenado al país a la incertidumbre energética. El apagón nacional es, por tanto, el resultado natural de una gestión que ha descuidado las verdaderas prioridades. Y mientras el Gobierno insiste en discursos de éxito, la realidad le recuerda al pueblo dominicano que la energía eléctrica, un servicio esencial en cualquier Estado moderno, sigue rehén de la incompetencia, la falta de visión y la incapacidad de gobernar del PRM.









