Benny Metz
En una escena reminiscente de las más acaloradas novelas de intriga política, la delegación buscaba infructuosamente la audiencia del Secretario General Almagro.
Los corredores de la OEA se poblaban de susurros y tensiones mientras sus peticiones, desafortunadamente desprovistas de la robustez argumentativa necesaria, se diluían en la burocracia.
No quisieron esperar al ex presidente chileno, Eduardo Frei, quien, prometiendo una misión observadora para las elecciones de mayo, podría haber sido un aliado clave. Prefirieron, en cambio, desacreditar todo el proceso político.
Se centraron en fomentar conflictos, en estrategias que no hacían sino desestabilizar aún más el ya frágil equilibrio nacional. Optaron por la confrontación en vez del diálogo constructivo de ideas y propuestas, mostrando una falta de visión estratégica preocupante en sus filas.
La política, esa artesana de destinos colectivos, exige más que nunca de debates en los cuales los argumentos deben prevalecer sobre las diatribas.
El malestar no es un fenómeno aislado. La República Dominicana, como muchos de sus vecinos hispanoamericanos, ha sido escenario de una danza política donde algunos actores parecen haber olvidado la coreografía democrática. Prefieren el estrépito del conflicto al consenso, la turbulencia del desasosiego a la paz que debería preceder a toda elección. No es de extrañar que tales comportamientos hayan pavimentado históricamente el camino hacia dictaduras y violaciones de derechos fundamentales.
Pero la vergüenza mayor recae sobre aquellos que, desde posiciones de influencia y poder, han decidido incitar al caos. No nombraré a los culpables; sus acciones hablan por sí solas y el pueblo, ese juez final de todas las democracias, no olvida fácilmente el espectáculo deshonroso de los que se anteponen a la estabilidad de su nación.
Frente a esto, no podemos ser meros espectadores. Las próximas elecciones nos ofrecen la oportunidad de redefinir el rumbo. Es imperativo unirnos y votar con la dignidad y la consciencia que el momento demanda, rechazando las sombras de un pasado que poco nos ha ofrecido y abrazando, en cambio, la promesa de un futuro donde la estabilidad sea la piedra angular de nuestra República Dominicana.
Este texto se escribe no solo desde la crítica, sino desde la esperanza: la esperanza de que aún estamos a tiempo de cambiar el guion, de reemplazar la discordia por el diálogo y de rescatar la política de aquellos que la han desvirtuado. Solo así, y no de otra manera, podremos aspirar a un mañana donde la paz y el progreso sean posibles.