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Trump, ¿inquilino o propietario de la Casa Blanca?

Carlos Salcedo

En cualquiera de sus manifestaciones el poder individual tiene vocación de perpetuidad y crecimiento. Muchas veces brutal, absurdo, desconsiderado y, en consecuencia, un arma letal para el Estado Constitucional (de Derecho). La medida del aumento del poder es la de mayor o menor concentración, con sus secuelas de arbitrariedades.

Fueron los excesos y tropelías, a las que conduce la intensidad y densidad de un poder ilimitado, las que, en el siglo XVIII, dieron lugar a la Revolución Francesa, poniéndole fin al feudalismo y al absolutismo, naciendo con ello la burguesía que, muchas veces apoyada por el pueblo, pasó a ser la clase política gobernante.

Fue también la opresión la que motivó la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica y con ello inicia una nueva estirpe, una forma de convivencia política basada en el reconocimiento de derechos individuales inalienables, la soberanía popular y la organización del Estado en poderes separados, ejercidos según la Constitución y las leyes,

Se trata, pues, de una organización jurídico política que, a finales del siglo XX, es considerada, por los derechos y libertades que la sustentan, un valor universal.

Lo ocurrido en la antesala, durante y después de las elecciones de los Estados Unidos en 2020 fue el reflejo de cómo una nación, ejemplo de la más grande y sólida democracia, ha venido torciendo su curso y diluyendo su fortaleza institucional al abrigo de un hombre que parece no creer en las instituciones.

Trump cree en el desbordamiento del poder para fines personales y grupales y, en lugar de aumentar la fuerza social, capaz de alcanzar y consolidar los derechos de todos y el Estado ser su garante, la pretendió destruir con discursos y acciones deslegitimadores de lo único que mantiene un país unido alrededor de la idea fuerza de su desarrollo y bienestar.

Trump perdió en aquella ocasión el poder. Ahora, luego de un retorno impresionante, ganó las elecciones y ejercerá nuevamente el poder. Con sus ya conocidos discursos y obras, yo había advertido antes, que con él podríamos estar a las puertas del fin del poder de la última gran potencia mundial.

El reto ahora para esa nación es lograr que los frenos y contrapesos de un poder ahora más concentrado en Trump, con los peligros que ello entraña, operen con independencia, firmeza, prudencia y pragmatismo, para contener a quien muchos entienden que se considerará, más que un inquilino de la Casa Blanca, propietario de la Oficina Oval y sus dependencias locales y globales. Y es que con la nueva conformación mayoritariamente republicana del congreso norteamericano y de una mayoría conservadora -republicana- en la Corte Suprema de los EE.UU., se perdió el equilibrio de los poderes, lo que parecería augurar el destrozo institucional definitivo de la gran nación norteamericana.

Ojalá que con su comportamiento en la presidencia de los EE. UU., a partir de enero de 2025, Donald Trump calle las voces que vaticinan el fin de la historia -el fin de la democracia en su concepción actual- y el aniquilamiento de las instituciones norteamericanas, que han sido ejemplo para muchas naciones, en la búsqueda de una democracia que, más que solo de procedimientos, esté cargada principios y valores.

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