Carlos McCoy
La pandemia del COVID 19 nos mostró que muchas de las cosas que creíamos necesitar y nos parecían imprescindibles para vivir, no eran tal y en realidad son oropeles.
Logramos pasar un año sin hacer filas para comprar la más reciente tableta electrónica salida al mercado o el nuevo teléfono celular, cuya única diferencia al que poseíamos era, una cámara con una cantidad mayor de pixeles. De repente entendimos que no éramos fotógrafos profesionales.
Comprendimos que no somos modelos de pasarela, pues pudimos pasar 12 meses sin comprarnos una sola pieza de vestir y, por el contrario, revisando nuestros closets, notamos la existencia de blusas, camisas, faldas, pantalones y hasta zapatos, no utilizados en mucho tiempo. Hicimos un mejor uso de ellos regalándolos.
Aprendimos a la fuerza que es mejor y más saludable, la comida hecha en casa y no las culinarias bellezas comercializadas y vistosamente presentadas en los restaurantes. Muy caras por demás. Pero, para mayor significación aún, pudimos comer, por primera vez en mucho tiempo, en familia.
Recuperamos la tradición de sentarnos a la mesa todos juntos, en el mismo lugar y a la misma hora y logramos, lo hasta ese momento imposible, establecer una conversación familiar con los integrantes del hogar.
Fueron 52 semanas donde aprendimos tecnologías nuevas, algunas de ellas enseñadas por nuestros propios hijos y aunque parezca mentira, logramos acercarnos a muchas familias hasta el momento muy lejanas pues, a manera de romper el aburrimiento, necesitábamos comunicarnos con alguien fuera de nuestro íntimo entorno familiar.
Empezamos a utilizar las videos llamadas y las reuniones por medio de las conferencias virtuales, con programas existentes desde hacía mucho tiempo, pero no nos habíamos enterado ya que no teníamos la necesidad de ello.
En aquellos 365 días nos dimos cuenta de la real existencia de familiares muy cercanos y hasta amigos entrañables, los cuales partieron a otras dimensiones y no tuvimos la oportunidad ni siquiera de ofrendarles el último adiós.
En ese aciago periodo, muchos nos arrepentimos de no haberle dado en vida el cariño que le teníamos guardado en el corazón a esos parientes y amistades, que, por desidia, no aprovechamos las oportunidades de darles un beso y un abrazo y mostrarle nuestro amor.
Ahora cuando las aguas están volviendo a la normalidad, retomemos esa vida simple, sin complicaciones, sin odios, sin envidias, compartiendo con la familia más cercana, nuestros vecinos, hasta un plato especial preparado con amor en nuestras casas. En tiempos atrás era una hermosa costumbre y la satisfacción de compartirlo era similar al de degustarlos.
Rescatemos nuestras vidas sencillas. Sin la innecesaria ostentación causante de envidias. No nos pongamos la meta de obtener cosas sin realmente necesitarlas. Como dijo Buda Gautama, “no es más rico el que más tiene sino quien menos necesita”.
Los mejores elementos de la vida son gratis. Aire, luz, naturaleza, amistad, amor, cariño, afecto, ternura. Nada de esto cuesta dinero y no hay nadie tan pobre que no pueda regalar una sonrisa.
Nosotros, de manera personal y gracias a Dios, mucho antes de la pandemia, ya habíamos tomado la determinación de ser felices. Tiramos a la basura todo aquel lastre que nos impedía serlo, inquinas, odios, envidias, rencores, rabias, fobias, iras, resentimientos, gulas, ambiciones. créannos, valió la pena.