Sergio Sarita Valdez
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Desde la infancia, el enigma de los muertos me persigue a manera de fantasma. Mi progenitora, huérfana de madre desde su primer año, se quejaba de no poseer siquiera una fotografía de la fallecida.
Cuando contaba apenas con cuatro años de edad, mamá sufrió una intoxicación accidental con gas queroseno que la mantuvo en estado de coma por tres días. Narraba que, mientras dormía, soñó que una señora vestida de blanco, cuyo rostro no distinguía, la conducía hacia el río.
La desconocida cruzó el arroyuelo, en tanto que mi madre se negó a atravesarlo, muy a pesar de la insistencia de la acompañante.
Al recuperar el estado de conciencia, la enferma dedujo que se trataba de su mamá que intentaba llevársela al cielo. Mi memoria de cerca de cuatro años registra haber hecho acto de presencia mientras mi madre bañaba y luego vestía el cadáver de uno de sus compadres.
Durante un brote de difteria en la década de los cincuenta del pasado siglo, vi varios niños en ataúdes de cartón forrados con papeles de colores.
Los parientes no podían llorar porque, supuestamente, los infantes subían al cielo convertidos en angelitos y el llanto podía interferir con su alegre viaje. Siendo estudiante de medicina de primer año, me tocó hacer la práctica de anatomía disecando cadáveres reales mantenidos en piletas de concreto llenas de formaldehído.
Viviendo en el hospital Dr. Francisco E. Moscoso allá por el año de 1961, asistí al cirujano general doctor Ludovino Sánchez en la realización de una autopsia parcial. Se trataba de un adulto joven con un abdomen agudo que había fallecido antes de que pudieran realizarle la intervención quirúrgica de emergencia.
El facultativo hizo una incisión vertical alrededor del ombligo y noté que inmediatamente brotó un líquido amarillento algo purulento. En la parte terminal del intestino delgado se notó una zona ulcerada perforada. El doctor Sánchez concluyó que se trataba de una infección infectocontagiosa de origen hídrico, probablemente fiebre tifoidea.
A partir del año 1970, y de modo continuo casi sin vacaciones, la práctica de autopsias clínicas y medicolegales ha sido la constante más que la excepción. Son decenas de miles las muertes investigadas.
Desde los fallecimientos intrauterinos hasta ancianos centenarios, han sido fuentes inagotables de investigación, aprendizaje y docencia por las que estoy endeudado moral y espiritualmente, así como agradecido por la confianza y condescendencia de familiares y allegados de los difuntos.
Completar ocho décadas de vida, de las cuales seis han sido invertidas en conocer las causas orgánicas fundamentales que inician la cascada progresiva que conduce al cese definitivo de las funciones vitales, es una hazaña invalorable.
Algunas de estas experiencias han sido compartidas a través de publicaciones en libros, revistas, artículos de prensa, así como en conferencias nacionales e internacionales.
“Del polvo viniste y en polvo te has de convertir”, así lo enuncia el capítulo 3, versículo 19 del libro Génesis de la Biblia.
¡Cuánto hemos aprendido de ese intermedio que es la vida! Gracias a esos muertos y muertas que nos han enseñado tanto y que han ayudado a incrementar el tiempo y la calidad de nuestro tránsito existencial.
Cada persona fallecida, con sus aciertos y sus errores, nos ha dejado una lección de vida. Nuestra tarea fundamental ha consistido en transferir lo conseguido para bien de las generaciones venideras.