Sergio Sarita Valdez
Allá por la década de los setenta del recién pasado siglo escuché repetidamente al profesor Juan Bosch, quejarse con amargura de lo fácil que olvidaba nuestra población humilde ciertos comportamientos de gobernantes y promesas de líderes políticos de la época.
En 1978 viajé desde la ciudad Chicago a la capital dominicana, obedeciendo a una invitación del fenecido expresidente constitucional de la República, a fin de dictar una conferencia sobre el peligro de las drogas en la juventud dominicana.
De 1974 a 1977 había residido en Puerto Rico y conocía a fondo los efectos médicos y sociales de los estupefacientes en la población boricua.
Advertía que solo era asunto de tiempo para que el flagelo de la drogadicción se desarrollara y expandiera en nuestro territorio. Decía entonces que la marihuana, las anfetaminas y la cocaína se usaban en las zonas turísticas y que de allí se trasplantarían y abarcarían todas las grandes ciudades.
Agregué que el abuso de dichas sustancias prohibidas se acompañaría de un auge de la delincuencia juvenil y que desde los barrios periféricos se extendería hacia las áreas donde habitaban las capas medias de la población. Recuerdo que paseando por las zonas residenciales capitalinas de mayores ingresos las verjas de las casas eran de poca altura; veinte años después dichos linderos eran ya construidos de varios metros de alto. Aquellos polvos se encargaron de generar los lodos que luego de modo inexorable nos vendrían encima.
Durante los campañas electorales de cada cuatrienio los aspirantes al solio presidencial se comprometían a que si eran favorecidos con el voto ciudadano acabarían con la corrupción, los odiosos apagones eléctricos, bajarían los precios de los alimentos de primera necesidades, construirían viviendas a precios asequibles para las familias necesitadas, crearían fuentes de empleos para la clase trabajadora, abaratarían los combustibles, mejorarían y ampliarían el sistema de transporte público, pero por encima de todo se garantizaría la seguridad ciudadana.
De 1978 a 2023 hemos saboreado gestiones de Gobiernos perredeístas, reformistas, peledeístas y perremedeísta. Aún persisten los males ancestrales, muchos de ellos manifestando un empeoramiento. El costo de la canasta familiar en vez de reducirse aumenta más, los servicios públicos se encarecen y se tornan ineficaces e inoportunos. Los fármacos se disparan un 30% en lo inmediato sin que los pacientes tengan alternativa alguna a rehusar. La Justicia dominicana viste un parche de pirata de manera permanente ya que solamente cuenta con una visión a mitad para observar y detectar el cáncer de la corrupción.
¡Ya estamos en campaña porque hay almas que salvar! Llueven a chorro las benditas promesas redentoras, las mismas que se juran cumplir una vez logrado el triunfo. Al final, si te he visto no me acuerdo y para el incauto pueblo las cosas empeoran. Lo triste del caso es que el colectivo popular se olvida de las advertencias y tampoco recuerda los falsos compromisos. Las sanas sugerencias para mejorar el transporte, los servicios de salud, el reclamo de un manejo ético y humanizado de los cadáveres pertenecientes a miles de familias humildes son olímpicamente ignorados.
Razón tuvo Juan Bosch cuando resaltaba la amnesia del colectivo popular en lo referente a recordar las advertencias sobre males futuros y de las falsas promesas vertidas en los torneos electorales.