Rafael Ramírez Medina
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El costo de la canasta básica continúa aumentando y la población lo siente en el supermercado, en el colmado, en la farmacia y en cada gasto cotidiano. Mientras las cifras oficiales hablan de una inflación controlada, la realidad doméstica demuestra lo contrario, el dinero rinde menos y la presión llega silenciosamente por la vía del consumo esencial.
Esa distancia entre la estadística y la experiencia diaria es la primera señal de que el problema ya no es externo, sino interno.
Durante años se ha señalado como culpables a los mercados internacionales, los fletes, el petróleo o la guerra en Europa; sin embargo, lo que más incide hoy en el bolsillo del dominicano proviene de la estructura del gasto público y su manejo.
Cuando el Estado destina recursos a usos improductivos, el espacio fiscal se reduce, la economía pierde eficiencia y las familias terminan pagando las consecuencias en el precio de los alimentos y los servicios.
La clase media, especialmente, es la más afectada. Es la que cumple con sus impuestos, no recibe subsidios y no goza de privilegios, pero soporta el peso del gasto gubernamental ineficiente.
Cada peso innecesario que se consume en la administración pública se traduce en un peso adicional que se traslada a la economía real, impactando la logística, la energía y los costos de comercialización.
Existen gastos que no aportan desarrollo ni bienestar social, pero que se han normalizado dentro del aparato público, pensiones privilegiadas sin mérito laboral, tarjetas oficiales para consumos personales bajo la categoría de “representación”, vehículos de alta gama asignados a funcionarios y funcionaritos con combustible y mantenimiento pagados por el Estado. Son ejemplos claros de recursos desviados de la vocación productiva.
A ello se suma la ineficiencia crónica del sistema eléctrico, que cada año consume miles de millones sin resolver pérdidas técnicas ni administrativas. Ese agujero financiero se cubre con impuestos, endeudamiento y gastos recurrentes, trasladando su costo final al consumidor.
Mientras más dinero se destina a sostener ineficiencias, menos se invierte en generar competitividad y abaratar la canasta familiar.
Este conjunto de “gastos inorgánicos” actúa como un impuesto silencioso que erosiona el poder adquisitivo. Si se reorientara siquiera una fracción de esos recursos hacia sectores con impacto directo en costos básicos, el resultado sería una reducción real en el precio final de los alimentos. El ahorro no saldría del ciudadano, saldría del propio Estado gastando mejor.
La solución, por tanto, no pasa por aumentar impuestos ni por crear nuevas cargas tributarias, sino por ordenar. Ordenar el gasto público, limitar privilegios y priorizar la inversión productiva es el camino más directo y efectivo para aliviar el costo de vida. Los países que han logrado reducir su inflación doméstica no lo hicieron con discursos, sino con gestión.
Una política de austeridad selectiva y responsable no consiste en recortar lo social, sino en recortar lo superfluo. Significa defender la transparencia del gasto, fortalecer la disciplina administrativa y colocar los recursos donde verdaderamente multiplican bienestar, energía eficiente, logística nacional más barata y agricultura local más competitiva.
El país no avanza solo con buenas intenciones; avanza con un equipo que acompañe esas intenciones con hechos. Hoy Sr. presidente, usted necesita a su lado funcionarios que trabajen, no que aplaudan; que digan la verdad, no lo que conviene políticamente; que gestionen con eficiencia y no vivan del privilegio.
Un gobierno se fortalece cuando está rodeado de servidores públicos que entienden que el cargo es una responsabilidad, no una recompensa.
Usted solo no puede cargar con todo el peso del Estado, y es tiempo de separar a quienes sirven del pueblo de quienes se sirven del cargo. Reducir la presión sobre la canasta familiar comienza con austeridad y honestidad en la administración.
Si se administra con austeridad inteligente, si se corta el gasto innecesario y se orientan los recursos a la eficiencia productiva, la reducción de la canasta familiar será una consecuencia natural, no una promesa.
La economía del hogar se protege cuando el Estado predica con el ejemplo y entiende que cada peso público debe tener retorno social, no privilegio administrativo.









