Nelson Encarnación
Uno de los pensamientos legados por Juan Pablo Duarte, fundador de nuestra nacionalidad, empieza con estas palabras: “El Gobierno debe ser justo y enérgico…”, lo que de antemano infiere lo contrario de la arbitrariedad, y, por consiguiente, negativo frente al autoritarismo.
Quiero montarme en esa corta expresión duartiana para referirme a la decisión del presidente Luis Abinader de retirar el proyecto de reforma fiscal, a pesar de estar más que nadie consciente de la necesidad de su aprobación.
¿Le faltó energía al jefe del Estado para sostener la reforma? Creo que no. Lo que estoy seguro es que le sobró lo justo que aconsejó el caudillo de nuestro nacimiento como país soberano.
Para desistir de la reforma hay que pasarse de desprendido, sobre todo cuando se dispone de una mayoría tan significativa en las Cámaras Legislativas, suficiente para aprobar cualquier iniciativa sin contar con las demás fuerzas. Pero esto negaría lo justo para afincar lo autoritario.
Ahora bien, el líder de la nación tiene que asumir riesgos cuando emprende políticas cruciales que no siempre serán del agrado generalizado, como en este caso concreto, porque la reforma no es un capricho de Luis, sino una necesidad.
A mi entender—absolutamente simplista—el riesgo de hacer la reforma es mucho menor que no hacerla, tomándose en consideración que la acumulación de déficit fiscal y el consiguiente crecimiento del endeudamiento público, conspiran contra la estabilidad de la economía y crean una dependencia insostenible a mediano plazo.
Los números hablan claro. En la medida crece la deuda y se necesita destinar más recursos para amortizarla, del mismo modo cae la capacidad del Gobierno para hacer inversiones en áreas de altísimo impacto, como mejoramiento del transporte público, nuevas carreteras, hospitales, más escuelas, obras de riego, entre otras infraestructuras.
Cuando se evalúe en el futuro la administración de Luis Abinader, los sensatos recordarán a un presidente abierto a las sugerencias y atendió las sugerencias razonadas que pusieron—como en este caso reparos a la reforma, pero, al mismo tiempo, que se dejó influir por el bullicio que nada positivo aporta.
Al final, si no tiene para mostrar una amplia cartera de realizaciones materiales, poco le juzgarán su vocación a escuchar, mientras la mayoría le enrostrará no disponer una obra visible. Y esto último sólo se plasma con dinero.
Otro elemento a tomar en cuenta es aun cuando el mandatario quisiera insistir con la reforma—ya dijo que no, lo que es un error—para buscar “consenso”, él sabe también mejor que cualquiera que se trataría de una misión casi imposible, pues los factores en contra están determinados a que no se apruebe ninguna reforma.
Los sectores empresariales lo hacen desde su posición de intereses económicos y su vocación rentista, mientras los políticos tienen suficiente en juego de cara a futuras contiendas electorales.
En medio de un ambiente con semejante nivel de contaminación, el gobernante no puede aspirar a consensuar nada.