Leonardo Cabrera

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Cada  amanecer propicia  nuevas  esperanzas, que son los puntos de partida hacia metas y objetivos  que pretendemos alcanzar, así como  afianzar y apuntalar las que ya desarrollamos y tenemos en marcha.

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Cada amanecer trae  consigo, hechos y noticias  que reflejan los altos niveles de violencia,  delincuencia y descomposición social que  trastornan  la tranquilidad, y el sosiego,  haciéndonos  temer hasta de nuestras propias sombras, doblegando por demás,  el pulso a las autoridades, que a pesar de los intentos,  no han encontrado la forma de ponerle el cascabel al gato.

Cada amanecer se evidencia una progresiva deshumanización y falta de solidaridad e iniciativas que caracteriza el comportamiento de una  importante franja de la sociedad, a la que sí, y sólo sí, su único interés, consiste en proteger y engrosar bienes y riquezas, mirando de soslayo, la suerte de los demás.

Cada amanecer se alimentan y reproducen de forma acelerada los «vampiros emocionales» que,  como  las plagas de Egipto,  consumen a quienes al igual que  Ranses, por su dura cerviz, se  convierten en  auto espectadores de sus propias desgracias e infortunios y solo atinan observar,  cómo se  desvanecen  sus vidas, arruinando sus entornos.

Cada amanecer además, contamos con la bendición de Dios, la que nos concede de al permitirnos abrir nuevamente los ojos,  oportunidad, que tantas veces desaprovechamos, anteponiendo el Yo perfecto, que habita en nuestro interior, y que en lugar de él, parecerse a nosotros,  somos nosotros,   quienes nos parecemos a él.

Ese yo perfecto, que por lo regular, siempre está adoctrinando en torno de  cómo los demás  debieron o deben actuar y proceder  ante  una determinada situación o problema que afrontan, y que   decisión era o es la correcta al respecto.

«Si hubiera sido yo, eso no pasaría.» A mi, nadie me hace eso, si te hubieras llevado de mi, otra sería la historia.»

En fin, esas y otras expresiones son muy recurrentes escucharlas en los «Yo perfecto.»

Esos   yo perfecto, que  se resisten a reconocer ante los demás sus fallos y errores.  Disculparse resulta sumamente duro y más que difícil, tanto así, que al intentarlo  de vez en cuando, se muerden las lenguas.

Por cierto, ante la tragedia ocurrida  en San Cristóbal, que nos ha dejado con tanto luto, desconcierto, dudas e  incertidumbres, y un  gran dolor que espera y reclama justicia, alguien debe pedir perdón, aunque se   muerda  la lengua.