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Santo Domingo

El desafío de regular sin censurar

Alberto Quezada

En los últimos años, el debate sobre la necesidad de regular las plataformas digitales ha dejado de ser un asunto técnico para convertirse en una preocupación democrática de primer orden.

Las grandes corporaciones tecnológicas —Meta, X, TikTok, Google— concentran un poder sin precedentes sobre lo que se publica, se oculta o se elimina en el espacio público digital. Esta influencia afecta directamente a la opinión pública, la libertad de prensa y hasta los procesos electorales.

Pero la pregunta central persiste: ¿cómo se regula ese poder sin convertir la intervención estatal o empresarial en una forma moderna de censura?

La libertad de expresión es un derecho humano fundamental. No solo protege al emisor, sino también al receptor, garantizando una esfera pública plural y libre. Cualquier regulación debe evitar convertirse en un instrumento de represión o silenciar voces disidentes.

Sin embargo, la inacción también tiene costos. Permitir la proliferación de desinformación, discursos de odio y manipulación algorítmica debilita el debate democrático y vulnera derechos. Lo hemos visto con campañas de noticias falsas, ataques coordinados a periodistas y una creciente polarización promovida desde el anonimato digital.

El equilibrio está en los principios. Primero, legalidad: las normas deben ser claras y específicas. Segundo, proporcionalidad: intervenir solo cuando sea necesario y sin excederse.

Tercero, transparencia: las plataformas deben rendir cuentas sobre sus algoritmos y decisiones. Y cuarto, supervisión independiente: los organismos reguladores no deben responder ni al gobierno ni a las empresas.

La Ley de Servicios Digitales de la Unión Europea es un buen ejemplo: impone obligaciones diferenciadas según el tamaño de la plataforma, exige transparencia y garantiza mecanismos de apelación para los usuarios.

En cambio, el modelo estadounidense, basado en la autorregulación casi total, ha facilitado la opacidad y la desinformación. En América Latina, el riesgo es mayor: la falta de instituciones fuertes puede convertir cualquier regulación en una herramienta de censura política.

Una vía posible es la regulación por capas, según el tipo y el impacto del servicio. Además, la corregulación —con participación del Estado, la sociedad civil y el sector privado— puede legitimar y equilibrar el proceso. A esto se suma una necesidad urgente: educación digital. Sin pensamiento crítico, ningún sistema de regulación será suficiente.

Regular las plataformas digitales no es censurar. Es garantizar que la libertad de expresión pueda ejercerse en condiciones de igualdad, seguridad y pluralismo. El verdadero riesgo no está en establecer límites razonables, sino en dejar que algoritmos opacos y poderes sin control decidan qué se puede decir y quién tiene derecho a ser escuchado.

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