Texto escrito por Alejo Carpentier
[…] En aquella Habana irrumpió un buen día el cine. La trayectoria del cine en La Habana fue bastante singular en lo que se refiere a la aceptación del público.
Ya por el año 1910, siendo yo muy pequeño, en el teatro que no era Nacional entonces, creo que todavía lo llamaban Tacón, y en el teatro Martí, que se había llamado hasta hace poco tiempo el Irijoa, hasta fines de siglo o comienzos del siglo, se proyectaban películas. Y el gran héroe del día era Max Linder. Max Linder inmediatamente entró en el público y el público, que se las daba de culto, que se las daba de enterado, tenía la actitud siguiente: desprecio absoluto hacia eso que llamaban el cinematógrafo, con excepción de los documentales de viaje. Eso sí, documentales de viaje de los templos de la India, las iglesias góticas, el foro de Roma… eso lo que quisieran, los castillos de España, las cataratas del Niágara. Y lo cómico. Lo cómico lo admitían admirablemente bien.
Max Linder fue gran estrella para el público de La Habana. La gente iba a ver y a ver nuevamente una película titulada Max Linder cochero, que era muy divertida. Y cuando llegaron los primeros cortometrajes de Charlie Chaplin, Canillitas, como lo llamaban, enseguida hizo las delicias de los niños y de los mayores. Ocurría desde el comienzo con Chaplin ese fenómeno de penetración universal que ha tenido siempre, y dondequiera que se ha presentado. En cualquier momento, en cualquier época, las películas no envejecen Y cualquier público, campesino, público infantil, público adulto admite a Chaplin. Pero aquella época era la época del gran auge del cine italiano, las casas-cine de Roma y Ambrosio de Milán nos inundaban de producciones que eran terriblemente folletinescas. Para atraerse a un cierto público filmaban los novelones más abominables del mundo, con las cosas más inverosímiles.
Yo recuerdo que había uno de esos novelones en que el héroe era un individuo que causaba la desesperación de las mujeres, era Gustavo Serena. Todas estaban enamoradas de Gustavo Serena en la película, y él era un hombre completamente distante, misterioso, que no hacía el menor caso a las mujeres. Ah, un día se descubre el secreto: iba todas las noches a amar a una princesa tibetana al Tíbet. ¿Cómo iba de Roma hasta el Tíbet todas las noches, cuando no existían los aviones supersónicos? Yo no lo sé. Pero la película era así.
Las grandes estrellas del día eran Francesca Bertini, la Menichelli, Italia Almirante. Pero con Francesca Bertini había un delirio absolutamente increíble en La Habana. Y llegó un día en que se le dio un beneficio a la Bertini en el cine Rialto. Pasaron una película de ella, el público se puso de pie, la aclamó, y entonces pasaron un corto en que con un ramo de flores saludaba al público. Aquel día en taquilla hicieron millares de pesos. Hasta que un día en el teatro Politeama, precisamente frente al Nacional, se presentó una película titulada Cabiria. Un largometraje que venía de Italia, que era película de arte, y que tenía entre otras características la de ser la primera película que se presentaba con una partitura escrita especialmente para la película, y no era una partitura mala, porque con Capullos rotos, de Richard Barthelmess y Lillian Gish, que se dio en Campoamor, había una partitura especial, pero muy posterior, y mala, a la de Cabiria, que era de un maestro italiano de la época, de los compositores avanzados de la época, que era Ildebrando Pizzetti, el director del Conservatorio de Parma, y que había ideado una partitura con unos puntos de referencia para el director de orquesta – la orquesta tocaba sin cesar durante la proyección -, basado en los letreros. Es decir, había letras en la partitura que correspondían a los letreros… Y si la orquesta se adelantaba o se atrasaba, había manera siempre de ponerse todo el mundo de acuerdo sobre un letrero y la partitura seguía bastante el desarrollo de la película y los movimientos generales. Cabiria produjo un efecto tal en las gentes…, películas seguida inmediatamente de otras películas de arte como Quo Vadis?, con Belli, que duraba tres horas, Cleopatra, con Italia Almirante Mancini, etc. Esas películas causaron una impresión tan grande que la gente cambió completamente su actitud frente al cine. Y recuerdo que la gente de la generación del viejo Sanguily, de Enrique José Varona, de mi padre, de Montoro etc., los intelectuales tope de la época, Raimundo Cabrera, el Conde Kostia – Aniceto Valdivia -, decían: «Bueno, si esto es el cine, se va a acabar el teatro, porque esto es más importante y más interesante que el [teatro]». Y entonces empezó el gran auge del cine, la bajada vertical del cine italiano, la agonía que duró muchos años del cine francés, y la invasión maciza del cine norteamericano que llenó todos los cines. Y las salas de proyecciones empezaron a multiplicarse en La Habana, en una forma tal que solamente en Prado estaba el Margot, el Fausto, el Prado, el Montecarlo, el Niza y uno más cuyo nombre no recuerdo; en San Rafael estaba el Norma, estaba el Inglaterra. Y en fin, por todos los barrios ya había cines, en todas partes había cines. Unos de estreno, otros de días de moda, como el Fausto, y, en fin, el cine entró en las costumbres y abrió el camino a una producción como la que estamos viendo ahora en el mundo y en Cuba en particular […]
- Habla Carpentier…, ICAIC, 1973. En Alejo Carpentier. Conferencias. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1987.
Fuente: Daryel Hernández para www.cubacine.icaic.cu