Margarita Cedeño

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En mi participación en la XVI Conferencia Regional sobre la Mujer de la CEPAL en México, compartí una convicción que guía mi trayectoria: cuidar de las personas y cuidar del planeta son tareas inseparables. por ello, integrar la economía de cuidados y la sostenibilidad ambiental constituye una urgencia estratégica, si queremos avanzar hacia un modelo de desarrollo más justo, igualitario y sostenible.

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América Latina enfrenta un doble desafío. Por un lado, arrastra una deuda histórica con las mujeres, que son quienes realizan cerca del 76 % del trabajo de cuidados no remunerado, dedicando cada día más de cuatro horas a tareas indispensables como atender a la infancia, a los mayores o a familiares enfermos. Por otro, el cambio climático intensifica la presión sobre esas mismas tareas, por las sequías, inundaciones, huracanes y la contaminación que multiplican la carga de cuidados, restringiendo aún más la autonomía económica femenina.
El resultado es una ecuación injusta. A la desigualdad de género estructural se le suma la vulnerabilidad ambiental. Así, millones de mujeres quedan atrapadas en una doble cadena, privadas de tiempo para insertarse plenamente en el trabajo remunerado y forzadas a sostener la vida en contextos de crisis climática.

Como estadistas debemos entender que el cuidado y el medio ambiente no son dos agendas distintas. Son la misma. Ambos sostienen la vida y ambos determinan la calidad de nuestro desarrollo. Y es allí donde se abre una oportunidad para articular políticas que reconozcan, valoren y financien el cuidado con un enfoque de sostenibilidad.

Tres líneas de acción resultan fundamentales. Primero, transformar los sistemas de atención en espacios verdes de cuidado. Guarderías, centros comunitarios y programas de apoyo deben operar con energías limpias, con gestión responsable del agua y de los residuos y convertirse en plataformas de educación ambiental. Este enfoque no solo reduce el impacto ecológico, también empodera a las mujeres cuidadoras con nuevas competencias ligadas a la transición energética.

Segundo, debemos vincular la política climática con la igualdad de género. La adaptación a desastres y la protección de ecosistemas requieren de la sabiduría de mujeres indígenas, afrodescendientes y rurales, quienes conservan conocimientos tradicionales decisivos. Incluirlas como protagonistas no es un acto de corrección política: es una apuesta estratégica por la resiliencia de nuestras comunidades.

Tercero, urge movilizar financiamiento para una economía verde de cuidados. Eso implica apoyar empleos sostenibles en agricultura regenerativa, energías renovables y gestión de residuos, donde las mujeres puedan liderar y generar ingresos. Invertir en este sector es multiplicar el retorno, al dinamizar la economía, se reduce la pobreza y se fortalece la sostenibilidad.

Pero todo esto exige un cambio de paradigma. Requiere que los presupuestos nacionales reconozcan el valor económico del cuidado, que las leyes lo protejan como derecho y que la acción climática lo incorpore como eje transversal. Supone pasar de ver el cuidado como un asunto privado y femenino a tratarlo como un bien público, un sector productivo y un motor de igualdad.

El desafío es grande, pero la oportunidad lo es aún más. Un futuro donde la igualdad sea real y la sostenibilidad la base del desarrollo depende de que comprendamos esta verdad elemental: la vida y el planeta se cuidan juntos, o no se cuidan del todo