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Santo Domingo

Crítica de “Sugar Island”: un ecofeminismo decolonial en la última zafra.

Ann Mercedes

Santo Domingo – Sugar Island no es solo una película documental; es más bien un manifiesto visual, un latido en la caña, una herida que no ha de cerrar en silencio.

Johanné Gómez Terrero nos entrega una obra que va más allá de la narrativa convencional, convirtiéndose en una experiencia sensorial y política que sacude desde lo más profundo.

La historia sigue a Makenya, una adolescente embarazada, y su abuelo cañero, dos generaciones atrapadas en un sistema que los exprime y los olvida. Pero esta no es una historia de víctimas, sino de resistencia. Con una estética tríbrida que fusiona documental, ficción y performance, la directora construye un universo donde el Gagá, la memoria ancestral y el afrofuturismo se entrelazan para reescribir el relato de la diáspora negra en República Dominicana.

Con unas actuaciones que no solo cuentan, sino que encarnan. El corazón de la película es Makenya, interpretada con una intensidad silenciosa por Yelidá Díaz. En su rostro se leen todas las preguntas no formuladas, el miedo a un futuro incierto y la resistencia latente en su andar. Su relación con Génesis Piñeyro, quien interpreta a su mejor amiga, trasciende lo verbal: hay miradas que lo dicen todo sin necesidad de explicaciones. La escena del motor, donde Makenya se aferra a ella con los ojos cerrados, es pura sensibilidad y tensión contenida.  Desde mi punto de vista ellas dejan entrever una conexión que, más allá de la amistad, insinúa capas de afecto no del todo explícitas.

El personaje del abuelo, interpretado por Juan María Almonte, es un gran acierto. Su actuación rinde homenaje a toda una generación de cañeros, encarnándolos con precisión y una gracia que humaniza su lucha. Almonte, actor multifacético, ofrece aquí una interpretación magistral, dando vida a una figura que simboliza a los trabajadores olvidados por el sistema. Por otro lado Ruth Emeterio, en el papel de Filomena, deslumbra con una interpretación extraordinaria, donde cada gesto y cada movimiento se sienten auténticos, casi coreografiados por la historia que representa.

Yei Negre, en particular, se convierte en una chispa cómica que suaviza la tensión del documental con su sola presencia; su carisma es tal que resulta imposible de ignorar. En contraposición, el momento totalmente documental en el que Agatha Brooks narra su experiencia es un golpe de realidad que expone una de las tantas fallas del sistema. A pesar de que uno de sus padres es dominicano, su solicitud de documentos fue rechazada debido a su diagnóstico de VIH, lo que la dejó en un limbo legal como inmigrante indocumentada. Su testimonio no solo evidencia las dificultades burocráticas que enfrentan miles de personas en su situación, sino también la discriminación institucional que sigue afectando a quienes viven con el virus. Cabe destacar que grupo de amigas de Makenya aporta matices esenciales al relato, inyectando frescura y dinamismo

Isabel Spencer, con su presencia serena pero intensa, y su mirada penetrante, logra transmitir una fuerza silenciosa, Alicia Medina, con su voz envolvente, llena cada escena en la que participa con una presencia imponente.

Mención especial merece Danny Ledesma, quien, en el papel de un cañero, está en una de las escena de resiliencia del filme: un momento de descanso en el que se le ve cantando. En un relato donde el trabajo en los bateyes es sinónimo de explotación, este instante de pausa y arte es un respiro, una reivindicación de la humanidad dentro de la opresión.

Un cine que no solo se ve, sino que también se siente.

Lo que hace que Sugar Island trascienda es su apuesta por un cine decolonial que rompe con las estructuras tradicionales. No es una historia contada desde la victimización, sino desde la resistencia, el arte y la memoria. La cinematografía es un poema visual que dialoga con la espiritualidad y la historia, iluminando cuerpos negros con la dignidad que tantas veces les ha sido negada en el cine. El diseño de peinados y maquillaje no es solo estético; es un statement de identidad.

El Manifiesto Antirracista de Johan Mijahil, es un texto que según su autor, es un ejercicio de abrir heridas, asumir la historia y visibilizar los cuerpos que han sido menospreciados en el devenir histórico. Asi que integrado en la narrativa del documental lo eleva el filme a otro nivel, pues añade una capa de profundidad y reivindicación: el “YO” ya no es solo un sujeto marginado, sino un espacio seguro, habitable y resistente.

El coaching actoral de Vicente Santos es clave en la autenticidad del filme, así como el brillante trabajo de casting de Katiuska Licairak, quien logra reunir un elenco que no solo actúa, sino que habita la historia.

¿Qué son unos 85 o 96 minutos de resistencia?

Sugar Island no es una película que se ve y se olvida. Es una experiencia que sacude, que interpela, que nos recuerda que la historia no está escrita en piedras sino que sigue viva y que el cine puede ser grieta por donde la luz puede entrar y también por donde el eco puede escucharse.

Johanné Gómez Terrero no solo dirigió una película. Dirigió un grito, nos puso en espejo una isla que a pesar del dolor aún canta y trata al de buscar la vuelta.

Aplaudo de pie

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