Sergio Sarita Valdez
El diccionario de la Lengua Española auspiciado por la Real Academia Española define el vocablo ciencia en su primera acepción de la forma siguiente: “Conocimiento cierto de las cosas por sus principios y causas”.
La segunda interpretación dice: “Cuerpo de doctrina metódicamente formado y ordenado, que constituye un ramo particular del humano saber”. Cerrando el “mataburro”, un otrora campesino norteño dominicano pediría a un amigo sabihondo ciudadano urbano que le explique en lenguaje llano y sencillo lo que significa ser un hombre o mujer de ciencia.
Durante la segunda mitad del siglo XX el sistema educativo nacional comprendía un nivel primario de seis años, luego una enseñanza intermedia de dos años para después entrar al bachillerato que duraba cuatro años. Cuando completamos el tercer curso de secundaria debíamos decidir en cuál rama de las ciencias queríamos graduarnos de bachiller. Fue en esa etapa de nuestro proceso educativo cuando entendimos lo complejo y variado que era el quehacer científico. Puesto que teníamos en mente seguir la carrera universitaria de Medicina la escogencia de cierre de los estudios secundarios eran las Ciencias, Físicas y Naturales.
Diría que la entrada al templo del saber superior arrancó con el ingreso a la Facultad de Medicina de la Universidad de Santo Domingo allá por el año de 1961. De golpe y porrazo con una media bata blanca a lo “Ben Casey” armados de un estuche conteniendo un bisturí, tijera, sonda acanalada y pinza, fuimos colocados frente a un cadáver con la tarea diaria de realizar incisiones precisas destinadas a exponer músculos, tendones, nervios, venas y arterias de las extremidades, cabeza y tronco del cuerpo humano. A ello se le agregaban las prácticas cotidianas de Bioquímica e Histología.
La antesala del almuerzo eran sesenta largos minutos en teoría de Bioquímica humana con el profesor Sallent. A las catorce horas en punto estábamos sentados en butacas contemplando al erudito catedrático Mairení Cabral dibujando con tizas de colores en una gran pizarra la ubicación y estructura de cada uno de los componentes anatómicos corporales. La siguiente hora en los asientos correspondía a la cátedra de Embriología o Anatomía del desarrollo expuesta por el maestro Pérez Plácido, que la iniciaba con la fertilización del huevo de anfixio. Le continuaba el profesor Rafael González Manssanet con la Biofísica médica. Lunes a viernes de 7 de la mañana a 5 de la tarde con dos horas de intermedio para salir a almorzar, ese fue nuestro primer año de la carrera de Medicina. El período académico terminó en julio de 1962 con una prueba teórica para cada asignatura y luego de aprobada ésta ganábamos el derecho a la prueba oral frente a un jurado de tres profesores que incluía al titular de la cátedra.
El segundo año del pensum comprendía la Anatomía topográfica, Fisiología, Microbiología con sus variantes de Bacteriología y Parasitología. Nos sumergimos a tiempo completo en la práctica de los laboratorios.
A partir del tercer año empezamos a conocer las enfermedades en el plano teórico para luego adentrarnos en las clínicas médicas en distintos hospitales. El sexto año se completaba con un trabajo de tesis cuya aprobación final nos convertía en doctores en Medicina. Seguía un año de pasantía médica requisito necesario para que el Poder Ejecutivo emitiera el decreto otorgándonos el exequátur para practicar la profesión en todo el territorio nacional.