Carolina Mejía

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E|l pasado 24 de agosto, nuestra ciudad vivió una jornada distinta y retadora. Miles de familias llegaron al Palacio Municipal en el Centro de los Héroes con botellas y determinación, dispuestas a canjearlas por útiles escolares. Lo hicieron masivamente y de forma ordenada.

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Ese día, uniendo esfuerzos con la Dirección General de Aduanas, celebramos la segunda edición de Plásticos por Útiles Escolares, reunimos más de quince millones de botellas y entregamos más de veintidós mil mochilas con útiles. Más allá de las cifras, celebramos la fuerza de una comunidad capaz de convertir residuos en oportunidades.

Este esfuerzo no nació de la nada. Durante años hemos promovido una cultura de reciclaje a través de iniciativas como Plásticos por Juguetes y Plásticos por Útiles Escolares. Entre ambas ya hemos recuperado decenas de millones de envases, demostrando que, con reglas claras y canales confiables, la ciudadanía responde. Y que, cuando el Estado coordina con orden y visión, los resultados se multiplican. No estamos solos en esta misión.

En el país hay proyectos que comparten el mismo espíritu: Sur Futuro, liderada por Melba Segura de Grullón, no solo recoge plástico, sino que acompaña a cientos de mujeres recicladoras en la ribera del Río Ozama con cooperativas y programas de apoyo social.

La Fundación Propagas, dirigida por Rosa Margarita “Pirigua” Bonetti, ha hecho de la educación ambiental su bandera; auspicia programas como Ciudad Reciclada, donde jóvenes transforman desechos en arte público, cual ha tenido 10 ediciones exitosas en diferentes centros educativos del país.

Además de estos programas, sus contribuciones a los espacios públicos han sido esenciales para promover practicas sostenibles en los mismos. También cuenta con investigaciones científicas e iniciativas que promueven la preservación de especies, pilares esenciales para promover la preservación ambiental. La alianza entre comunidad, autoridades y empresas convierte el plástico en bienestar social.

El éxito de la jornada del 24 de agosto no se debió al azar. La convocatoria se anunció con semanas de antelación; se organizaron filas para las familias y se prepararon kits de calidad con cuadernos, lápices y mochilas.

Fue una actividad de alta afluencia y el proceso se mantuvo ordenado y seguro, cada botella recogida fue contabilizada y transferida a plantas de reciclaje para darle un nuevo ciclo a esas botellas.

Lo más valioso de estas jornadas es la pedagogía que encierran. Enseñan que el plástico puede ser recurso, que la calle es un espacio común y que la comunidad es el hogar de todos y que debemos cuidar.

Reciclar es importante, pero lo esencial es que aprendamos a convivir de forma más solidaria y consciente.

En otros países abundan ejemplos similares: en Colombia se han organizado campañas donde las botellas se canjean por balones de fútbol; en Filipinas una escuela acepta residuos reciclables como matrícula para sus alumnos; en México las metas oficiales han elevado la recuperación de PET al sesenta y cuatro por ciento; en Chile la Ley REP obliga a los productores a hacerse cargo de sus envases; y en Brasil las cooperativas de recicladores están formalmente reconocidas.

Estos casos, tan distintos en geografía, pero idénticos en espíritu, muestran que la participación ciudadana y la inclusión social convierten la contaminación en soluciones de impacto.

Por todo ello, ha llegado el momento de dar un paso mayor: convertir estas jornadas en el punto de partida de un Programa Nacional “Plásticos por Educación”, replicable en cada municipio.

Podríamos establecer metas de acopio, controlar el destino de cada botella, garantizar protocolos de seguridad y exigir transparencia en el manejo de recursos. Un programa así debe incluir a los recicladores como aliados, con protección social y rutas de recolección, dignificando una labor que durante décadas fue invisible. Imagino premios para las escuelas más comprometidas y campañas permanentes de sensibilización.

Sería fundamental involucrar a los comerciantes y hoteles de zonas turísticas para que repliquen la iniciativa y vinculen el reciclaje con la hospitalidad dominicana. Sería la manera de transformar una buena práctica local en una política de Estado con impacto real en la vida de la gente.

Esto exige asumir que no se trata solo de reciclar, sino también de educar y reducir. Los canjes serán la cara visible de un trabajo permanente en escuelas, clubes y comunidades, donde el retorno de los envases se convierta en hábito.

Implica medir con rigor cada avance: cuántos residuos evitamos en ríos y cañadas, cuánta energía ahorramos, cuántas horas de voluntariado movilizamos, cuántos ingresos generan las cooperativas.

Con datos públicos se construye confianza; sin confianza no se sostienen los programas. El éxito también depende de cómo hacemos las cosas: puntos de acopio suficientes, filas ordenadas, prioridad para las familias con niños y adultos mayores, comunicación clara y ajustes logísticos oportunos. No se trata de protagonismos individuales, sino de servir y mejorar cada detalle.

Hay quien podría pensar que estas iniciativas son pequeñas frente al tamaño del problema del plástico. Pero ceder a ese pensamiento sería ignorar un enemigo silencioso: el daño ambiental que compromete nuestro futuro.

Nuestro país depende del turismo; las playas, ríos y montañas que atraen a millones de visitantes son nuestro patrimonio natural. ¿Dónde habrían terminado esos millones de botellas? Probablemente ensuciando nuestras aguas, afectando la vida marina y la imagen de la República Dominicana, o tapando alcantarillas y agravando las inundaciones en nuestros barrios.

Con el tiempo se fragmentarían en microplásticos que entrarían a la cadena alimenticia y contaminarían el agua que bebemos. Frenar esa tendencia es esencial para mantener nuestra competitividad y para legar a las nuevas generaciones un entorno saludable. De ahí la urgencia de actuar.

Cada botella que sacamos de la calle es una alcantarilla menos obstruida y un litoral más limpio. Es una postal de nuestras costas que seguirá atrayendo visitantes en lugar de ahuyentarlos. Y cada mochila en la espalda de un niño/a o joven es un día más en la escuela que vale más que mil discursos. Lo concreto, en política pública, es lo que verdaderamente cambia la vida de la gente.

El 24 de agosto demostramos juntos que la esperanza organizada se convierte en futuro. El país necesita más experiencias así: sencillas en su diseño, claras en sus metas, profundas en su impacto. Cuando una ciudad aprende a reciclar, aprende también a confiar. Y un país que confía es un país que se atreve a cambiar.