Margarita Cedeño
Me recibió en audiencia especial en la Santa Sede en mayo del 2010, un momento inolvidable por el privilegio de intercambiar impresiones con el pastor de la Iglesia Católica y por su interés en el trabajo que realicé a favor de los más necesitados. El entonces Obispo de Roma generó en mí gratos sentimientos. La paz que genera su presencia viene acompañada de una alta dosis de felicidad, el corazón se siente generoso y dispuesto a cualquier reto, sin importar lo difícil que sea.
Para el ojo público, el papado de Ratzinger parecía no tener el mismo impacto que Juan Pablo II, quizás porque los momentos históricos que habían tocado a uno y otro eran totalmente disímiles. Pero para quienes observamos de manera atenta, el accionar de Benedicto XVI generó un profundo impacto en todos los ámbitos de la vida personal y social, iluminando la vigencia del humanismo cristiano en nuestras vidas.
Cuando acudí a la audiencia, había releído su más reciente encíclica, “Caritas in veritate” en la que postula que “la Caridad en la Verdad (…) es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad”, reivindicando la vocación universal al amor que debemos tener los seres humanos. En su visión de la Iglesia, Benedicto XVI tenía claro que había que disponer de lenguajes y medios adecuados para conversar con las culturas contemporáneas, por lo que comenzó a construir ese puente entre el mundo que conocíamos y el que nos disponíamos a conocer, sin que nunca renunciáramos a contemplar las riquezas de la tradición a la hora de estudiar y atender los problemas y retos emergentes de la humanidad.
Es Benedicto XVI el que asume el grandioso reto de que varias generaciones, diversas en su naturaleza, pero comprometidas con la fe y la razón, pudiesen conversar en un mismo idioma de la fe y, a la vez, aportar al fortalecimiento de las instituciones que sustentan nuestra vida cristiana, especialmente la familia. Sus enseñanzas trascienden desde lo individual hacia lo colectivo, recalcando la necesidad de que las instituciones de los seres humanos también actuaran imbuidas por el humanismo cristiano.
Cuando hablaba de los fundamentos del Estado Liberal de Derecho, nos recordaba el primer Libro de los Reyes y el pedimento del joven rey Salomón, para enseñarnos que la motivación para el trabajo político no debe ser el éxito ni mucho menos el beneficio material, por el contrario, el éxito del político debe estar atado al criterio de la justicia, a la voluntad de la justicia y a la compresión de la justicia. “Si eliminas la justicia, ¿qué distinguirá al Estado de una banda de bandidos?”, decía el Papa Benedicto XVI citando a San Agustín. Reclamó las graves heridas de la sociedad, lacerada por brechas vergonzosas que desconocen la realidad trascedente del hombre y de la mujer, advirtiendo sobre las consecuencias de “una lucha social que no está movida por la caridad en la verdad” y que lo que genera es más odio y violencia. Ante todo, la justicia, es el mensaje que me quedó de aquella inolvidable visita, que me conectó con un Pontífice cercano, noble, un humilde servidor del Señor, que parte a Su encuentro con la certeza de un servicio incomparable al rebaño del Señor. Ante todo, la justicia.