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Ante la incertidumbre

Margarita Cedeño

Vivimos en un mundo que parece caminar hacia la tormenta. Las señales de un desorden global ya no son presagios lejanos, por el contrario, se han convertido en realidades presentes. Conflictos armados, crisis migratorias, inflación persistente, tensiones entre grandes potencias y el resurgimiento de liderazgos extremistas componen un escenario que, para muchos, recuerda los peores momentos del siglo XX. La historia —lejos de ser un libro cerrado— se ha convertido en un espejo inquietante que refleja el presente con ecos del pasado.

La guerra, que creíamos contenida dentro de las reglas del derecho internacional, ha vuelto a ser una herramienta de posicionamiento. Rusia y Ucrania, Israel y Palestina, los pulsos en el mar de China Meridional, las tensiones en el estrecho de Taiwán, son solo algunos de los focos encendidos en el gran tablero mundial.

El multilateralismo, que durante décadas funcionó como un mecanismo imperfecto pero útil para la cooperación internacional, ha sido debilitado por el auge de agendas nacionalistas y el descrédito de las instituciones globales. Organismos como las Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio o incluso el Fondo Monetario Internacional han perdido protagonismo frente a una oleada de decisiones unilaterales y acuerdos bilaterales que erosionan la arquitectura de la gobernanza global.

También se ha instalado una lógica política que privilegia la confrontación sobre el diálogo, la simplificación sobre el análisis, el grito sobre el argumento. Líderes de diversas partes del mundo están siendo electos sobre la base del miedo, el resentimiento o la desinformación. La economía, por su parte, no ofrece un respiro. La amenaza de una recesión global es real. Los organismos multilaterales han advertido sobre la ralentización del crecimiento, el encarecimiento del crédito, las dificultades de acceso a financiamiento para países en desarrollo y el aumento del desempleo. La inflación, aunque ha cedido en algunos países, continúa siendo una preocupación constante.

Frente a este panorama, es válido preguntarnos: ¿Cuál es el papel de países como la República Dominicana en medio de esta reconfiguración del orden internacional? ¿Podemos mantenernos al margen, como observadores pasivos, o debemos asumir una actitud más activa y estratégica?

La respuesta debe ser clara: no podemos permitirnos la indiferencia. Si bien no somos una potencia global ni tenemos un rol determinante en las grandes decisiones del mundo, sí tenemos una responsabilidad con nuestra población y con la región. Nuestra ubicación geográfica, nuestro crecimiento económico sostenido en las últimas décadas, nuestra estabilidad democrática relativa y nuestra participación en organismos regionales e internacionales, nos otorgan una plataforma desde la cual debemos proyectar una voz firme, reflexiva y articulada.

Pero para lograrlo, primero debemos hacer el ejercicio de mirarnos hacia adentro. El país necesita sentarse en una mesa de diálogo honesto, informado y estratégico para definir cómo posicionarse en este nuevo orden. Un diálogo que no se limite a los despachos gubernamentales, sino que convoque a actores públicos y privados de alta envergadura: empresarios, académicos, intelectuales, diplomáticos, políticos, representantes de la sociedad civil y de organismos internacionales.

Este es un llamado a la reflexión. Pero no una reflexión pasiva, sino una que impulse a la acción. Las coyunturas difíciles, como la que vivimos, también son momentos de oportunidad. Es el momento para pensar con profundidad, de actuar con madurez y construir consensos duraderos.

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