Margarita Cedeño
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Entre la estadística y la mesa del pueblo se revela una gran disparidad, pues cuando se trata de presentar los resultados de la política social y económica, el papel lo aguanta todo.
Entre 2012 y 2019, previo a la pandemia de la COVID-19, la República Dominicana vivió una etapa de avances tangibles, marcados por la reducción sostenida de la pobreza, ampliación de la clase media, estabilidad de precios y expansión de programas sociales articulados con el empleo, el emprendimiento, la formación en valores, la salud y la educación. La gente lo sentía en su mesa y en su vida cotidiana, porque con el mismo salario podía comprar más, podía soñar con mejorar su condición y hasta ahorrar. En ese período, la pobreza bajó de casi un 40 % a alrededor de un 21 %. La indigencia, es decir, la pobreza extrema que golpeaba a cientos de miles de familias, se redujo de 10.4 % a 2.7 %. Los programas sociales, acompañados de crecimiento económico, no solo brindaron alivio, sino que también abrieron las puertas a empleos de calidad mediante más educación, bancarización y formalización de pequeños negocios.
El 4% para la educación, aunque con retos, representó una victoria ciudadana que fortaleció la escuela pública y dignificó a los maestros. La inversión social no se percibía como un gasto, sino como una apuesta al futuro.
Cinco años después, la realidad es distinta. Los últimos años han estado marcados por el encarecimiento del costo de la vida. La inflación ha erosionado el ingreso familiar, lo que antes alcanzaba para las “tres calientes” con mil pesos, hoy apenas cubre lo básico; si se desayuna, no se cena. La canasta alimentaria nacional supera los 45 mil pesos, mientras el salario mínimo real se mantiene rezagado.
El gobierno presume de incrementar el gasto corriente para repartir más subsidios, más pensiones no contributivas y aumentar la nómina pública, pero ha descuidado el gasto de capital, aquel que garantiza progreso y desarrollo.
En estos años, la política social se ha reducido a parches de corto plazo, más cheques, más tarjetas, más anuncios. Sin embargo, carece de una estrategia para la creación de empleo, la generación de ingresos dignos y el apoyo real a la producción nacional, que permita reducir las importaciones y el déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos.
Lo que antes fue movilidad social, hoy es pobreza invisible. Los subsidios, en lugar de ser un puente hacia la independencia económica, se han convertido en una muleta permanente que no resuelve el problema de fondo, que es el alto costo de la vida.
En 2012–2020, millones salieron de la pobreza.
En 2020–2025, miles sienten que han vuelto a caer en ella. En 2012–2020, los programas sociales se entendían como inversión.
En 2020–2025, se usan como propaganda.
En 2012–2020, se combatió la pobreza con políticas integrales. En 2020–2025, se enfrenta la inflación con parches.
El pueblo no quiere excusas ni estadísticas maquilladas, necesita bienes y servicios más baratos, salarios que rindan y empleos que aseguren un futuro.
La experiencia de 2012 a 2020 demostró que sí es posible avanzar, reducir la pobreza y dar dignidad a las familias. Lo que hoy vivimos nos recuerda que, sin visión, sin estrategia y sin sensibilidad social, cualquier logro se desvanece.
Lo más doloroso es que, en apenas cinco años, se haya echado por la borda gran parte del esfuerzo colectivo de casi dos décadas. Porque, al final, el costo de la vida no se mide en gráficos, se mide en la mesa del pueblo, y esa mesa hoy está más vacía que nunca.
El costo de la vida no puede seguir midiéndose sólo en estadísticas. Debe medirse también en angustias, sueños postergados y salud mental deteriorada por la ansiedad de un presente sombrío y sin esperanza.