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Santo Domingo

El Papa de la misericordia

Andrea Tornielli

«La misericordia de Dios es nuestra liberación y nuestra felicidad. Vivimos de la misericordia y no podemos permitirnos estar sin misericordia: es el aire que respiramos. Somos demasiado pobres para poner condiciones, necesitamos perdonar, porque necesitamos ser perdonados». Si hay un mensaje que más que ningún otro caracterizó el pontificado del Papa Francisco y está destinado a permanecer, es el de la misericordia. El Papa nos ha dejado repentinamente esta mañana, después de haber dado su última bendición Urbi et Orbi el día de Pascua desde la el balcón central de la Basílica de San Pedro, y tras haber dado su última vuelta entre la multitud, para bendecir y despedirse.

Son tantos los temas abordados por el primer pontífice argentino de la historia de la Iglesia, en particular la preocupación por los pobres, la fraternidad, el cuidado de la Casa Común, el “no” firme e incondicional a la guerra. Pero el corazón de su mensaje, el que sin duda causó más impresión, fue la llamada evangélica a la misericordia. A esa cercanía y ternura de Dios hacia los necesitados de su ayuda. La misericordia como «el aire que hay que respirar», eso es lo que más necesitamos, sin la cual sería imposible vivir.

Todo el pontificado de Jorge Mario Bergoglio se vivió bajo el signo de este mensaje, que es el corazón del cristianismo. Desde el primer Ángelus, rezado el 17 de marzo de 2013 desde la ventana del apartamento pontificio que nunca habitará, Francisco habló de la centralidad de la misericordia, recordando las palabras que le dirigió una anciana que fue a confesarse con él cuando era desde hace poco obispo auxiliar de Buenos Aires: «El Señor lo perdona todo… Si el Señor no lo perdonara todo, el mundo no existiría».

El Papa que vino «del fin del mundo» no modificó las enseñanzas de la tradición cristiana bimilenaria, pero al volver a poner la misericordia de un modo renovado en el centro de su magisterio, cambió la percepción que tantos tenían de la Iglesia. Dio testimonio del rostro materno de una Iglesia que se inclina hacia los heridos y, en particular, hacia los heridos por el pecado. Una Iglesia que da el primer paso hacia el pecador, como hizo Jesús en Jericó, invitándose a sí mismo a la casa del impresentable y odiado Zaqueo, sin pedirle nada, sin condiciones previas. Y fue porque se sintió mirado y amado así por primera vez que Zaqueo se reconoció pecador, encontrando en aquella mirada del Nazareno el impulso para convertirse.

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