Germán Pérez
En ninguna época de la humanidad, los seres humanos han vivido ajenos al pecado, al odio, a la soberbia, al egoísmo extremo y a las depravaciones sexuales. Desde que el hombre y la mujer mostraron su rostro físico, esas debilidades les arropan como maldición imperecedera, como castigo de Dios por su desobediencia original, inducida y encarnizada por Adán y Eva.
Pero la manifestación de ese pecado de entonces, se resumía en una, dos o tres vertientes, muy diferente a lo que ocurre en estos tiempos, en que se expresa de múltiples maneras como si la sociedad misma anduviera entrampada y atrapada por la vorágine de violencia, oscurantismo y maldición colectiva.
Ahora, para muchos de aquí y de todas partes, todo parece posible, todo se vale, todo se puede, aunque, asesinemos nuestra propia conciencia, nuestra dignidad, nuestros valores cívicos y, más que nada, nuestra obediencia y respeto al Dios creador.
Y una de las más despiadadas y despreciables conductas humanas lo constituye el festín de violaciones sexuales de niños y adolecentes por parte de religiosos de variada índole y calaña, unos llamados pastores, profetas, sacerdotes, diáconos, Papas, Obispos y Cardenales, pero también son parte de esa aberración maldita, hombres comunes y hasta especiales, que escogen esa ruta asquerosa y deslenable, como si no existiesen otras formas bonitas y esplendorosas, que abundan por doquier para satisfacer sus apetitos y deseos carnales.
Sin embargo, ellos, religiosos católicos y protestantes escogen el camino fácil, el más vulnerable para realizar sus fechorías y andanzas sexuales, seduciendo engañosamente o por la fuerza a niños y adolescentes para violarlos impunemente, sin importarles su vida física y emocional, despreciando al mismo Dios creador y a la familia de los agredidos, y la sociedad, en su conjunto.
Para mí, ese tipo de crimen que abarca casi toda la geografía mundial no está recibiendo el castigo de ley y de conciencia que merece, en algunos casos, por dejadez o por complicidades judiciales y políticas, de todo tamaño, pero también de los propios líderes religiosos donde se congregan los depravados y abusadores de la peor estirpe.
Pocos actos criminales resultan tan devastadores y repugnantes como la agresión física y sicológica a un niño, niña o adolescente, por la secuela y tormentos perennes que genera, por lo que deberían ser castigados con la pena de muerte o la castración de raíz.
En resumen, de 100 casos de abuso sexual contra menores, se conoce o se dan a conocer 10,20 o 30, quedando los demás en el anonimato, en el olvido absoluto. Los que salen a la luz pública, son fruto del valor y la voluntad de los padres, tíos, abuelos o tutores de los niños abusados y asesinados en vida por sus victimarios.
Pienso yo que este vendaval de acoso y estupro, de alta preocupación social, aquí y en otras partes del mundo, debe ser enfrentado con mayor rigor y celeridad por las iglesias católicas y protestantes, por los gobiernos que regentean el Estado, por los fiscales y jueces y por la familia, en su conjunto, estableciendo mayores cuidados y vigilancia en sus hogares y entornos familiares. De lo contrario, seguiremos lamentando cuando nos enteramos, dolorosamente, de la ocurrencia de un suceso, como este.
Y duele más a uno, así como a los familiares de las víctimas, cuando los abusadores son familiares, pastores, diáconos, obispos o sacerdotes, quienes supuestamente son predicadores y mensajeros de la palabra de Dios, a veces a quienes los padres confían sus hijos menores de edad para que los cuiden y orienten por el mejor camino, el del bien, de la decencia, del evangelio y de la buena conducta.
Pero qué pena, su agenda y propósitos son otros, jamás servir a Cristo, hacer el bien común, sino servirse de su entorno empobrecido y desprotegido, hacer dinero fácil y engañoso, satisfacer gratuitamente sus apetitos sexuales. Esas basuras y bestias humanas, no son aliadas y seguidoras del Cristo Viviente, sino del mismísimo diablo.