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Iniquidad hasta en las desgracias

Carlos McCoy

El pasado 3 de abril del 2024, Taiwán sufrió uno de los terremotos más fuertes de los últimos 25 años. Fue de una intensidad de 7.4, en una isla de una población de poco menos de 23 millones para una densidad poblacional de unas 600 habitantes por km². Diez personas murieron y alrededor de 1,000 resultaron heridas.

En Haití, en enero del 2010 sucedió un evento similar, aunque la magnitud fue de 7.0, relativamente de menor intensidad. Esta nación tiene una población de alrededor de 12 millones para una densidad de poco más de 400 personas por km 2, sin embargo, la catástrofe en el país más pobre del hemisferio americano dejó sobre 300,000 fallecidos, más de 350,000 heridos y 1.5 millones quedaron sin hogar.

¿A qué se debe que con cataclismos similares el saldo de las desgracias humanas haya sido tan abismalmente diferentes entre los dos países?

Se debe a la iniquidad, a la indolencia nacional e internacional de nuestras autoridades pues no hay ningún tipo de supervisión para que las obras construidas por el estado en un país subdesarrollado, regularmente financiadas por instituciones internacionales, cumplan con los estándares de seguridad y calidad establecidas globalmente. Como sí sucede en los países desarrollados

Viendo las fotos de la desgracia en Taiwán, notamos que muchos de sus grandes edificios se ladearon, pero debido a su estricta construcción antisísmica no colapsaron y esto les dio tiempo a los habitantes de estos a salir y buscar refugios en otros lugares.

En Haití, ni las autoridades locales y mucho menos los supervisores internacionales se preocuparon ni se preocupan de asegurarse que esas construcciones cumplan con los requerimientos antisísmicos en una región que está situada sobre múltiples fallas tectónicas.

La indolencia es tal que todos los miembros del personal de las Naciones Unidas en Haití y la delegación china con la cual estaban reunidos en el momento del sismo en ese país perdieron la vida, pues el edificio de la sede de la ONU en Puerto Príncipe, también se derrumbó. Ni siquiera esa instalación cumplía con los estándares internacionales. Hasta ahí llega la apatía y el desprecio por los países del llamado tercer mundo.

Mientras exista esa iniquidad abismal entre los países de mierda como dijo el expresidente Donald Trump y las naciones desarrolladas, no se van a detener ni las migraciones, ni los estallidos sociales.

Todo lo contrario. Así como la noticia del terremoto taiwanés recorrió el mundo en segundos, a esa misma velocidad corren los reportajes de que la economía en los Estados Unidos sigue creciendo, aumentó el salario mínimo federal y se disfruta de pleno empleo.

Para tratar de alcanzar parte de los beneficios de esas grandes diferencias económicas y sociales es que se forman las caravanas de ilegales tratando de llegar a los países ricos a ver si les toca un poco de las boronas del pastel de la bonanza o que las desgracias no los castiguen con tanta saña. De ahí la respuesta de un haitiano en una caravana a una periodista en el norte de México, “es preferible morir mordido por una serpiente terciopelo en el Darién que de hambre lentamente en Haití” y tiene razón.

De acuerdo con reportes de la ONU, copiamos, aproximadamente 4,7 millones de personas en Haití enfrentan hambre aguda, lo que representa casi la mitad de la población del país. De esos, 19,000 personas se encuentran en condiciones de hambruna catastrófica, el nivel más alto en la escala de seguridad alimentaria.

En contraste, mientras Haití padece una hambruna donde mueren cientos de personas, niños la mayoría, solo en la ciudad de Nueva York, se desperdician alrededor de 4,000 toneladas de alimentos diariamente.

Hasta que no se eliminen estas desigualdades, tanto en las bonanzas como en las tragedias, es imposible detener la migración ilegal.

No importa que ante los ojos de Amnistía Internacional y la Comisión Internacional de los Derechos Humanos, los enjaulen como en las Bahamas o los arreen cual bestias en Texas.

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