Carmen Imbert Brugal
Julio Ibarra Ríos rechazaba el contacto con los cadáveres. Cuando la importancia del caso exigía vigilar la autopsia “el fiscal del pueblo” delegaba en uno de los ayudantes hoy adjuntos el trabajo. Esperaba atento los resultados en las cercanías del hospital, encendiendo y apagando cigarrillos. La muerte lo estremecía desde el fusilamiento de su hermano Luis, uno de los guerrilleros que ocupó las escarpadas montañas de Quisqueya -1963-.
Ese conflicto con la parca permitía a los ayudantes de la Fiscalía del DN conocer secretos del rigor mortis, las causas que producen la hinchazón de los cuerpos, el origen del olor cadavérico y un etcétera apreciable.
En aquel tiempo solo regía la ley 136-80- “que declara obligatoria la práctica de la autopsia judicial en la instrucción preparatoria del proceso penal-”. Había una lista, preparada por “el secretario de Estado de Salud Pública y Asistencia Social” con los centros destinados a la realización del procedimiento. Sin el corpus legal existente en la actualidad y ausente todo el conocimiento que trajeron consigo los primeros patólogos forenses, las necropsias se realizaban respetando la dignidad de los difuntos y sus parientes.
Ahora son constantes las denuncias detallando el caos presente en el Instituto Nacional de Ciencias Forenses -INACIF-. Instalaciones derruidas, personal insuficiente. Los familiares expresan su angustia mientras esperan información de las autopsias exigidas antes del funeral. Sus quejas, proferidas entre gusanos, fetidez, bolsas conteniendo vísceras, no se escuchan.
El repiqueteo de las campanas anunciando los aciertos del Cambio, impide oír reclamos. La gota que pudo rebosar el vaso de la indiferencia de las autoridades ante problemas acuciantes, un poco más allá de la reforma ética, está en el reportaje firmado por Ronny de la Rosa -Hoy 25.05-23-: “Cadáveres junto a desechos biológicos, gusanos y personal exhausto, el día a día en el INACIF”.
La morgue ubicada en el Cementerio Cristo Redentor, a cargo del INACIF, es un territorio para miasmas y despojos putrefactos. La crónica confirma el eterno juego entre ficción y realidad, dilema para algunos escritores cuando la creatividad sucumbe, vencida por los hechos.
El reportaje está cerca de la truculencia de Poe. Confirma que: “lo que nunca olvidaremos de los periódicos, de la radio, la televisión, es lo que tienen de literatura”. Interfiere principios fundamentales de la ficción oficial, del paraíso del que son expulsados “los malos” para que purguen sus penas en el fuego del infierno, atizados por el soplo de “los buenos”.
Es horror propio de tiempos bélicos, de tragedias provocadas por la fuerza de la naturaleza. La hediondez presente en la morgue afecta las inmediaciones. Es hábito guarecerse adentro de ambulancias y carros fúnebres para esperar que comiencen a hurgar entre cuerpos exánimes y encontrar razones de la muerte.
Un furgón almacena restos sin nombre que esperan algún responso antes de lanzarlos en una fosa común. Es un desastre y el silencio de las autoridades encubre la indolencia. Nada puede alterar la agenda. El mutismo ayuda, aplaca las demandas que atentan contra la patria nueva. Permite, además, redactar con calma, justificaciones para incautos y cuando proceda, divulgarlas.