Sergio Sarita Valdez
Se calcula en no menos de ochenta y seis mil millones la cantidad aproximada de neuronas presentes en el cerebro humano.
Estas unidades celulares se conectan entre sí a través de un número infinito de fibras denominadas dendritas, siendo por este mecanismo que se guardan y transmiten los mensajes o memorias sensoriales. El dolor y el placer, el amor y el odio, así como la compasión y venganza se sintetizan y procesan en el sistema nervioso central.
La vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto conforman las antenas primarias en donde se captan las señales exteriores que nos comunican con todo cuanto nos rodea como mundo, sea mineral, vegetal o animal.
La escritura del lenguaje le ha permitido al Homo sapiens expandir las coordenadas tiempo y espacio, haciendo posible de esa manera el que nuevas generaciones se aprovechen de la experiencia acumulada, superando logarítmicamente hablando a las demás especies animales existentes. La filosofía, las artes y las ciencias en general guardan sus experiencias y conocimientos agregados más allá de la biomasa neural orgánica.
Todo ente vivo evoluciona desde la concepción; aprende y desaprende, sintetiza y degrada, crece y se multiplica para luego degenerarse y morir.
Gracias a nuestra capacidad de abstracción podemos con el imaginario hipotético ubicarnos en la terminal ferroviaria de la vida y realizar un minucioso inventario orgánico de los restos humanos por medio de la técnica de la necropsia.
Se compararían secuencialmente las alteraciones registradas digamos cada diez años hasta concluir con las muertes acaecidas durante la primera década de la vida.
Sería algo así como ver nuestro autobús de reversa en el tiempo hasta observarlo sin millaje recién sacado de la fábrica.
¿Cuántas y cuáles enseñanzas pudiéramos derivar de tan curioso ejercicio? Serían muchas y variadas. Una de ellas sería aprender a compartir y cuidar el espacio físico que habitamos, a sabiendas de que a todos pertenece el planeta.
Otra sería la necesidad de ensanchar la vía para así acomodarnos todos sin tener que excluir a nadie. Seríamos más solidarios con lo que haríamos al transitar una gran marcha en la que compartiríamos dichas y quebrantos, risas y llantos, sueños y vivencias, alimentos y medicinas, riquezas naturales, así como bienes sociales, éticos y espirituales.
He tenido la gran suerte de analizar los cuerpos callados para siempre de neonatos, infantes, niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos.
En cada uno de ellos he registrado la marca del tiempo, las cicatrices de los daños padecidos durante el viaje sin reposo en órganos tan nobles como los pulmones, el corazón, los riñones, el hígado y todo el tubo digestivo, sin dejar de lado al aparato reproductor.
Son muchos los retirados de la marcha en su primer decenio y son pocos los privilegiados que transitan por la senda más allá de los noventa años. Tampoco son demasiados los sanos entre la sexta y octava década.
Nacer y morir, ley natural inevitable para toda la humanidad. Lo que sí podemos es imprimir calidad de vida a toda la gente y garantizar un espacio habitable, saludable y seguro para todos y todas sin distingo de etnia, origen, sexo, credo, ni lugar social en el que nos haya tocado nacer.
Por todos y para todos; ¡Feliz viaje!