Manuel Sánchez Gómez
Londres.- Cuando Rafael Nadal y Novak Djokovic se retiren, ambos habrán ganado más Grand Slams que Roger Federer. Solo queda conocer en cuántos se parará su reloj. 22, 23, 24 o más allá.
Los números atropellarán al suizo, que ya no podrá elevar más Grandes que ninguno, ni estar más semanas en el trono, ni conquistar más Masters 1.000 que nadie, ni lograr un año dorado como los de su ídolo Rod Laver, el único hombre en la historia en conquistar Melbourne, París, Londres y Nueva York de una tacada.
Federer quizás no sea el mejor, como así muestran muchos de los números que los expertos y aficionados utilizan como si fueran espadas para declarar quién está por encima de quién. “¿Quién es el mejor de todos los tiempos?” -El GOAT, en inglés-, es una de las cuestiones que atormentan a cualquier deporte y el tenis no es ajeno a ello.
A Rod Laver, el único en ganar el Grand Slam, en 1962 y 1969, le lastró su propio tiempo. Competir en sus mejores años fuera de los Grand Slams, por hacerse profesional y querer cobrar por su trabajo, evitó que su nómina de grandes títulos fuera más allá de los once que atesora.
A Bjorn Borg le dejó atrás retirarse prematuramente, a los 26 años, cansado y frustrado con el deporte, además de su escasa presencia en Australia.
A Pete Sampras le comió su alergia a Roland Garros -donde su tope fueron las semifinales de 1996- y que su legado lo apisonara Federer sin tiempo para que el mundo asimilara sus logros.
Cada genio de la raqueta posee sus propios argumentos a favor para ser considerado el mejor. Laver, como pionero; Borg, como precoz y condensador de una carrera en pocos años; Sampras, por su dominio de las canchas rápidas.
El de Federer transciende la conquista de un golpe, de una superficie o de un récord. No fue el más precoz, ni el más longevo y ni siquiera posee ya muchos de los registros que te hacen pugnar por el honorífico título del mejor. Djokovic tiene más semanas en el primer puesto de la ATP y más Masters 1.000, Nadal más Grand Slams, y Jimmy Connors, más títulos.
¿Por qué, entonces, cuesta difuminar su figura de la discusión? ¿Por qué no se puede decir categóricamente que Federer no es el mejor de la historia?
Porque Federer ha construido su carrera sobre un aura de elegancia, talento y tenis como nadie en la historia y con el que el aficionado puede sentir una empatía superior que al resto de maestros.
Nadal es un extraterrestre, un tenista que sobrepasa lo humano, Djokovic una máquina, un robot, Federer, sin embargo; es un suizo al que dios le regaló el don de dibujar con la raqueta. Federer transmite en sus golpes la sensación de que son repetibles para la persona de a pie. Lo hace fácil -aunque esté a años luz de serlo-, mientras que pocos pueden verse reflejados con la perseverancia de Nadal o la voracidad de Djokovic.
Sus derrotas, esas que han sido más habituales de lo que el imaginario piensa, le han acercado al gran público. Federer ha perdido once finales de Grand Slam en su carrera, nadie ha caído en más. Ha cedido en 54 finales ATP, muchas más que Nadal y Djokovic. Se ha hundido a un paso de ganar Wimbledon, y en semifinales del US Open y de Australia y finales de Masters 1.000 pese a tener punto de partido a favor.
Sus derrotas, más que sus victorias, le han hecho humano. Por eso Federer ha sido siempre el tenista más aplaudido, sin tener en cuenta rival ni escenario. Incluso borrando un pasado en el que era el chico malo del circuito.
Desde que se enfundó la bandana para derrotar a Sampras en Wimbledon 2001 y más tarde para batir su récord de Grandes en 2009, hasta su último baile con Nadal en la Laver Cup, pasando por el primero de los ocho títulos en el All England Club, las cinco victorias seguidas en Nueva York, el milagro de Roland Garros en 2009, la medalla de oro en Pekín junto a Stan Wawrinka, las 237 semanas consecutivas en lo más alto, y los últimos tres ‘majors’, tras seis meses en el dique seco, Federer ha construido un legado y una imagen que hace muy difícil separarle de este deporte.
¿Será el mejor? Seguramente no. ¿El más grande? Eso es otra historia